lunes, 21 de agosto de 2017

El Martirio de Tántalo, mito griego


EL Martirio DE TÁNTALO

Tántalo, hijo de Zeus, reinaba en Sípilo, Lidia, y era extraordinariamente rico y famoso.
Si jamás los dioses olímpicos habían honrado a un mortal, Tántalo fue la excepción. En consideración a su elevada alcurnia le distinguieron con su íntima amistad y, finalmente, le permitieron comer a la mesa de Zeus y escuchar cuanto los inmortales hablaban entre sí.
Pero su debilidad espiritual, le lleno de vanidad, no supo mantenerse a la altura de aquella felicidad sobrehumana y comenzó a faltar a los dioses de muy diversas maneras.

Revelaba a los mortales los secretos de los olímpicos; robaba de su mesa néctar y ambrosía y repartía el producto de su latrocinio con sus compañeros terrenales; escondió el precioso perro de oro que otro sustrajera del templo de Zeus, de Creta, y al reclamarlo el dios, negó él bajo juramento haberlo recibido.

Finalmente, en el colmo ya de la insolencia, invitó a los dioses a un banquete, y, para poner a prueba su omnisciencia, mandó sacrificar a su propio hijo Pélope, a descuartizarlo, aderezarlo y servirlo a la mesa. 

Sólo la divinidad protectora de las cosechas, de la fertilidad de los campos y responsable de la regeneración y nacimiento de las plantas, Deméter, sumida en dolorosas cavilaciones por el rapto de su hija Perséfone, comió una paletilla del horrible manjar, mientras los demás dioses, dándose cuenta de la atrocidad, echaron en un caldero los miembros descuartizados del muchacho.

La parca Cloto, diosa encargada de hilar en su rueca las hebras de la vida, les dio nueva vida con renovada belleza. El omoplato consumido se reemplazó por uno de marfil.

Tántalo había colmado la medida de su maldad y los dioses lo arrojaron al Hades, donde fue sometido a terribles tormentos. 

Estaba en un estanque cuya agua le llegaba hasta la barbilla, y sin embargo sufría una sed devoradora, sin poder jamás alcanzar el líquido que tan cerca tenía. En cuanto se agachaba para llevar la boca hasta el agua, se secaba el estanque y el oscuro suelo aparecía a sus pies; parecía como si un demonio hubiese vaciado el lago. 

Padecía además de un hambre atroz . Detrás de él, en la orilla del estanque, crecían magníficos árboles frutales, cuyas ramas se curvaban sobre su cabeza. Cuando se incorporaba, en sus pupilas se reflejaban las jugosas frutas; pero apenas intentaba tomarlas, surgía un torbellino, soplaba un viento repentino y tempestuoso que levantaba las ramas hasta grandes alturas. 


A este suplicio infernal se le unía un constante terror de la muerte, puesto que había una roca enorme suspendida en el aire sobre su cabeza; a cada instante esta roca amenazaba desplomarse y machacarle. 


De esta manera aquel ofensor de los dioses, el desalmado Tántalo, se vio condenado en los infiernos a sufrir de un triple y eterno martirio.

domingo, 20 de agosto de 2017

Romance



ROMANCE DE LA VOZ EN LA SANGRE

Rafael León (España)

Fue hacia la tercera luna
cuando lo sintió en los centros.
Estaba sobre la hierba,
tumbada de cara al cielo
—viendo la tarde morirse
sobre sus ojos abiertos—
cuando notó en la cintura
como un pájaro pequeño,
que aleteó por lo oscuro
de su vientre unos momentos,
y luego vino a pararse
sobre su talle, en silencio...
Fue hacia la tercera luna
cuando lo sintió en los centros...
Un ¡ay! de gozo y asombro
y otro de duda y recelo
salieron de su garganta.
Las palomas de su pecho
se erizaron de blancura,
y un temblor de alumbramiento
sacudió de sur a norte
todo el mapa de su cuerpo
e hizo crujir entre sombras
las ramas de su esqueleto...
En un brinco de gacela
se ha levantado del suelo
y ha echado a andar lentamente
por la vereda de cedros.
Parece tallada en tierra
la cara de Sacramento.
Iré a ver a la Jacinta
lo mismo que otras lo hicieron...
Ella conoce las plantas
y sabrá darme el remedio...
—¿No te da pena matarme
antes de nacer...?
¡Qué miedo
le dio al escuchar la voz
que le salía al encuentro,
envuelta en hilos de sangre
cortando su propio aliento!
—¿Quién eres que así me hablas...?
—Ahora, nadie... casi un sueño;
mañana, si tú me dejas,
un hombre de cuerpo entero...
—¿Y qué voy a hacer, mi niño?
—Parirme como un almendro
en la mitad de la cama
con las entrañas ardiendo.
—¿Pero y mi honra?
—Tu honra
la limpiaré con mis besos:
las madres después del parto
quedan igual que un espejo...
—Pero me faltan seis meses,
seis plenilunios completos
frente a los ojos que miran
y las bocas de veneno.
—¿Y a ti qué te importa nadie?
Ponte delante del pueblo
y escúpele la belleza
de llevar un hijo dentro.
—¡Temo a las lenguas cobardes!
—Y en cambio no te da miedo
ir a buscar una planta
de sombra —flor de silencio—,
para derramar mi vida
por el primer sumidero
y que no quede del hijo
ni una fecha ni un recuerdo...
—¡Calla!
No puedo callarme.
Una perra no haría eso:
me lamería los ojos
hasta que los fuera abriendo...
Pondría mi piel süave
lo mismo que el terciopelo
y luego ya, sin saliva,
con los dientes en acecho,
se tumbaría a mi lado
hecha un río dulce y tierno,
para que yo la dejara
hasta sin cal en los huesos.
—¡Por Dios!
—Por Él, yo te pido
que no me dejes sin cielo.
Corta sábanas de holanda;
borda pañales de céfiro;
aprende nanas azules
y planta naranjos nuevos...,
y cuando me hayas parido
como a un torito pequeño,
abre puertas y ventanas,
que me contemplen durmiendo
lo mismo que un patriarca
en el valle de tus pechos...
La voz se apagó en la sangre;
la cara de Sacramento
parece como de barro
de oscura que se le ha puesto,
y con sus manos sin pulso
se toca el vientre moreno...
¡Ay qué monte de alegría!
¡Qué rosal al descubierto!
¡Qué luna bajo la falda!
¡Qué lirio de tallo inquieto!
—¡Yo te juro, amor —mi niño—,
por mis vivos y mis muertos,
que te he de parir un día
sonámbula de contento,
aunque me escupan a una
todas las lenguas del pueblo!