“CONÓCETE A TI MISMO”
Esta
máxima se le considera la más famosa de la
antigüedad; habría estado escrita en el pronaos del templo a Apolo en Delfos.
En este lugar se dice que Apolo mató al dragón Pitón y ahí, en el omphalos
(ombligo del mundo), donde se instituyó su culto y en donde las pitonisas
pronunciaban los oráculos.
Pronaos término derivado del latín pronàon, a su vez derivado del griego , significa literalmente "puesto delante (pro) del templo (naós)". Es decir, es el espacio arquitectónico situado
delante del naos o la cella del templo, elemento
típico de los templos griegos y romanos. Configura el vestíbulo o la entrada de éste.
La fama
de esta frase se difundió en la obra de numerosos autores griegos, pero sin
duda es Platón al que le debemos su mayor difusión, al utilizarla en varios de
sus diálogos como un llamado a la filosofía. Sócrates exhorta a primero ocuparse del conocimiento de
sí mismo antes de tratar de penetrar en los misterios de la mitología.
Sócrates basa el método de
su filosofía de vida en esta sugerencia: cultivar la introspección para
alcanzar un nuevo estadio de desarrollo personal.
Para
aprender a vivir y tener una mirada propia y virtuosa hacia el exterior, el
individuo debía conocerse a sí mismo y, para lograrlo, se recomienda:
- El cultivo de la razón y aprendizaje continuo para evitar el peor mal que para Sócrates es la ignorancia (Aristóteles: “Como la vista es al cuerpo, la razón es al alma”)
- El control los impulsos para depender lo menos posible de todo lo ajeno a la propia persona, porque al no depende de ella misma, la persona a la larga sufre de desazón (Aristóteles: “Considero más valiente al que conquista sus deseos que al que conquista a sus enemigos, ya que la victoria más dura es la victoria sobre uno mismo”);
- Regirse en la vida cotidiana por el uso de la razón y la vida sencilla, priorizando las recompensas sosegadas, fruto del esfuerzo y la perseverancia -gratificación aplazada- (Aristóteles: “Somos lo que hacemos día a día; de modo que la excelencia no es un acto, sino un hábito”); no conocemos nuestros propios límites, ni lo que somos capaces de lograr;
- Avanzar en cualquier proyecto o quehacer cotidiano de acuerdo con la naturaleza, o tal y como ha previsto la naturaleza.
- Apreciar lo que uno ya tiene, realizando ejercicios cotidianos dominados por el raciocinio y la introspección, tales como la “visualización negativa”, consistente en pensar qué ocurriría si perdieses lo que tienes, tal como la pareja, algún hijo, uno de tus padres, la salud física y psíquica, el hogar por muy humilde que sea), u otra.
Algunos
investigadores atribuyen a los pitagóricos la frase: "Conócete a ti mismo
y conocerás a los dioses y al universo"; esta frase no muestra una fuente fidedigna, y la atribución podría
ser apócrifa, . La frase es citada miles de veces por distintas personas, y es,
a mi entender clave fundamental en las meditaciones hechas sobre uno mismo, sobre
la importancia de conocerse a sí mismo en un templo sugiere que el autoconocimiento es un
acercamiento a --un hacer posible-- la irrupción divina. Casi como si fuera una
regla que nos dice: "primero conócete a ti mismo, sé honesto, conoce la
verdad de ti y entonces podrás canalizar, manifestar y conocer lo divino, lo
profético, lo oracular". Esta interpretación es parte de toda una
tradición.
Platón consideraba
que el alma del hombre es como un espejo en el que la imagen del divino
semblante se refleja prontamente; y en su entusiasta búsqueda por Dios,
mientras que rastrea cada huella, en todas partes se vuelca hacia la forma del alma.
Porque sabe que este es el significado más importante de las famosas palabras
del oráculo: "Conócete a ti mismo", esto es: "Si quieres ser
capaz de reconocer a Dios, debes primero aprender a conocerte a ti mismo".
Sócrates
planteaba que resultaba ridículo
ocuparse de cosas oscuras o abstractas
antes de dedicarse a conocerse a sí mismo. Tenemos aquí una doble enseñanza, en
dos niveles que encajan perfectamente, de un lado el aspecto ético de ocuparse
de la existencia inmediata y no perderse en divagaciones demasiado abstrusas,
pero en la profundidad de esta labor cotidiana se revela también un aspecto metafísico, porque
ocupándonos de nosotros, viviendo la vida que se nos presenta de manera
filosófica, penetrando en nuestro propio ser, tenemos la posibilidad de acceder
al misterio de nuestra esencia divina.
La idea
de que al conocernos trascendemos lo individual para fincar en lo universal,
este conocimiento no sólo pertenece a la tradición occidental. Es también la
esencia de la filosofía mística oriental, como queda claro en el Brihadaranyaka
Upanishad, donde se expresa la famosa máxima de que Atman es Brahman, en otras
palabras, que la realidad de nuestro ser.
Sócrates
con el lema: “conócete a ti mismo” buscaba que sus discípulos lograran ser mejor
persona de lo que eran y estuvieren mejor dispuestos para impulsarse hacia
logros mayores.
Hoy más
que nunca es imprescindible el “conócete a ti mismo” pues se hace cada vez más
frecuente encontrar personas que no se conocen ellos mismos y eso causa un problema
de indecisión, de confusión, de pérdida de perspectivas o peor aún de no saber
con certeza qué hacer de su vida.
Como
queda dicho,” Conócete a ti mismo”, está grabado en el vestíbulo del Templo de Delfos dedicado
al dios Apolo. La gente solicitaba el asesoramiento del oráculo de Delfos para
no sobrepasar la línea fina que separaba las responsabilidades humanas y las
responsabilidades de los dioses. Hoy son muchos que parecen asumirse dioses,
pero muestran en ello profundas debilidades humanas.
Con
frecuencia invoco este lema para instruir a nuestros estudiantes de
bachillerato, “conócete a ti mismo”, porque como decía Sócrates “una vez que te conozcas, podrás aprender a
cuidar de ti, pero si no te conoces, nunca lo harás”. Esta es, a mi juicio, una manera de que la gente se libre de sus
creencias limitantes.
Este
cuidado de si mismo no se refiere al cuerpo, sino a la mente, ya que esta nos
rige, pues es ésta la que utiliza y gestiona a todo nuestro cuerpo. Y el
cuidador es tu esencia, tu alma que debe ser quien te dirija y regule.
La
frase “Conócete a ti mismo” ayuda a saber lo que nos gusta, pero previamente tenemos
que saber quiénes somos, dónde quieremos ir o por qué
hacemos algo, conocernos es el principio para conocer a los otros y de nuestro
comportamiento como el comportamiento de
otros. Conocerse sirve para estar seguro
de uno, para equivocarnos lo menos
posible. por ejemplo: Al elegir una
carrera profesional que te agrade y terminar haciendo lo que los otros quieren
para ti. Conocerte implica saber tus miedos, tus verdades, debilidades, cualidades
y manejarlas, controlarlas, el verdadero ser busca su perfección interior, y el
aprendizaje continuo.
Esto lo
decía Sócrates respecto a la teoría de su
tiempo, según la cual los más fuertes debían gobernar, como en la naturaleza,
pero simultáneamente Sócrates llama a la reflexión y a través de la refutación
, decía que los más inteligentes, aquellos que se gobiernan a sí mismos, eran
capaces de gobernar, aquellos autosuficientes, el poder es la inteligencia, la
razón, el ejemplo educativo, estas reflexiones surgieron cuando Sócrates se
había encontrado con Calicles, sobre el arte de gobernar y los gobernantes, ya
que el primero creía que los más fuertes debían gobernar y sólo ellos.
La
frase "conócete a ti mismo" puede referirse asi mismo, al ideal de
comprender la conducta humana, moral y pensamiento, porque comprenderse uno
mismo es comprender a los demás también y viceversa, a pesar de tener diferente
manera de pensar y comprender, sabiendo que somos todos pertenecientes a la
misma naturaleza. Por eso aprender el verdadero significado de la frase nos
lleva inevitablemente a verse uno mismo como ser humano ante la verdad y por lo
tanto descubrir nuestras más profundas e íntimas cosas.
"Conócete
a ti mismo", es una expresión sintética pero abarca múltiples significados;
significa que el ser humano es un ser
que se desconoce a sí mismo, y la reflexión debe centrarse en el descubrimiento
de esta incógnita que somos nosotros mismos, también podremos conocer el
universo al más mínimo detalle, pero ese conocimiento es mínimo sin un autoconocimiento
interior. Y la verdad si te preguntaras: ¿Que es el hombre? te darás cuenta de
las múltiples respuestas y maneras de entender al hombre a veces hasta
contradictorias, o si te preguntaras ¿Quién soy yo?, que podrías
responder...¿soy un ser único e irrepetible?, para Sócrates una vida sin
reflexión no merece la pena ser vivida, el conocimiento de sí mismo, era el
conocimiento de nuestra alma, de sus posibilidades y de sus debilidades,
descubrir el sentido de nuestra vida y de lo que estamos llamados a ser y a
hacer... por suerte es algo que cada ser humano debe descubrir por sí mismo.
En la
actualidad esta frase ayuda a prestar más atención a nosotros mismo para saber
más sobres nosotros como somos, a donde queremos llegar, nuestro comportamiento
no solo con nosotros sino también con otras personas y no cometer errores que
nos puedan cambiar la vida así que gracias a esta frase podemos elegir que
camino queremos para nuestra vida futura y como queremos ser respecto a otras
personas.
Esta
famosa frase de Sócrates, encierra, un
significado, profundo, y simbólico. El ser humano, es un ser complejo, se
caracteriza, principalmente, por su afán de aprender. , por su independencia,
su capacidad, de adaptación, por su capacidad, de amar, y no obstante, también
de odiar. El hombre, está hecho de materia y energía, La energía es la gran
responsable, de que puedan subsistir, sus funciones vitales. Otro de los
factores que podemos, distinguir, en el hombre, es el factor emocional, que es,
lo que nos hace amar, y también, odiar.
Una de
las partes que poseemos y más desconocemos son nuestra propias emociones y son
también una de esas esferas de la personalidad que muy
pocas veces valoramos y que en la
cultura occidental suelen seguir siendo consideradas algo así como irracionales: como simples arrebatos de
nuestra animalidad que nos alejan del ideal de hombres lógicos cuasi
máquinas.
Aunque también es muy cierto que está visión ya no
es tan fuerte como lo fue en tiempos de la Ilustración, lo cierto es que
sigue existiendo y continúa permeando una visión dualista que separa la razón del “corazón”, o mejor dicho,
de las emociones.
Dicha concepción de la persona humana que cae más
en el ámbito del estudio y discusión filosófica ha tenido repercusiones más
allá de lo meramente teórico. Efectivamente, en su momento la visión ilustrada
llevó a cambios políticos y sociales importantes atestiguados en cualquier
libro de historia y junto con ellos un enorme avance científico e industrial
que en pocas décadas avanzó a pasos agigantados y cuyos beneficios y
consecuencias seguimos viviendo hoy en día.
Baste observar la vida siempre rápida y en
movimiento en cualquier gran urbe, especialmente de países industrializados; la
necesidad de eficiencia y eficacia así como de éxito tanto a nivel personal
como social, la transformación de las relaciones sociales a partir de las nuevas tecnologías y de las redes sociales donde un pensamiento
profundo no tiene más de 140 caracteres ni dura más de unas horas a lo mucho o
donde la visión que se tiene una persona cambia según su estado de
Facebook; la necesidad de vencer la separatividad mediante la
entrada al juego del mercado de la oferta y la demanda en el amor basado más en
el sentimentalismo y, por desgracia, en el sex appeal; el cambio en la forma de
entender el término igualdad tradicional que sostenía la visión cristiana del
mundo a una donde igualdad ya no es ser iguales en naturaleza
pero con diferencia intrínsecas que nos hacían diferentes y se buscaba unidad,
sino donde igualdad se ha convertido en sinónimo de
identidad[ii]. Numerosos autores han estudiado y escrito sobre las
consecuencias de la sociedad contemporánea: Frankl, Fromm, Goleman, entre
otros.
“Conócete a ti mismo”
Ahora bien, ante esta realidad que afronta el mundo
en que vivimos, la Psicología ha optado por regresar, de hecho, a un principio
muy básico: Conócete a ti mismo. Tan antiguo como el oráculo de
Delfos de donde dice la leyenda que surgió y siempre importante porque el
hombre es siempre el mismo más allá del cambio de sus circunstancias sociales e
históricas. Este refrán tan antiguo y siempre nuevo se ha traducido hoy en día
en la llamada Inteligencia emocional que
podría definirse a grandes rasgos como “la capacidad o habilidad de saber
percibir, comprender y manejar las propias emociones”
Las emociones son así concebidas no como algo
extrínseco a ser de la persona humana, sino como parte integrante del todo
capaces de entrar en el ámbito de la razón y, por consecuencia, de ser
encauzadas para el bien de la persona y de la sociedad. Esto significa que las
emociones no son enemigas a las cuales hay que oprimir o controlar, sino más
bien una forma de desenvolverse, capaces de ser formadas y aprehendidas de
manera que la persona pueda valerse de ellas sacando todo su potencial teniendo
no solo una vida más sana y armoniosa, sino también la capacidad de enfrentar
las adversidades que surgen en la misma.
Sacar lo mejor del ser humano es tal vez una de las cosas más loables y nobles que está haciendo hoy en día la Psicología. Desde que la ciencia psicológica comenzó a conformarse como tal siempre se dio énfasis especial a lo que estaba mal en el ser humano: los trastornos mentales, el inconsciente y la teoría freudiana. La visión que aún se tiene de la psicología sigue siendo la de una suerte de loquero en muchos lugares y de alguna manera promovido por los medios de comunicación masivos.
La Inteligencia emocional es solo una de esas nuevas tendencias en las que el enfoque, sin olvidar tampoco el lado débil del Hombre, mira más a aquello que de hecho hacemos bien: La valoración positiva de las emociones, la búsqueda de la felicidad y su consecución, el amor, las fortalezas y virtudes, el ser capaz de alcanzar las metas puestas son algunos de los nuevos ámbitos como la psicología quiere ayudar al ser humano.
Este nuevo enfoque, llamado por algunos Psicología Positiva no trata de estar acusando al hombre de un determinismo fatalista (psicoanálisis y conductismo clásico), sino de verlo como un ser perfectible, siempre abierto a mejorar y, sobre todo, no como un ser enfermo al que hay que diagnosticar.
Lo que la Inteligencia emocional y la Psicología positiva regalan al mundo es capacidad de ser persona: No perder mi yo frente todo lo que me rodea (cosificación) y, sobretodo, dar las herramientas para poder vivir con éxito pleno.
Qué es Éxito:
El éxito es el resultado feliz y
satisfactorio de un asunto, negocio o actuación. Asimismo,
también hace referencia a la buena acogida de
algo o alguien. La palabra, como tal, proviene del latín exĭtus, que significa ‘salida’.
El éxito, por lo
general, se asocia al triunfoo al logro de
la victoria en algo que nos hayamos propuesto, así
como a la obtención de un reconocimiento debido a nuestros méritos. De allí que
el éxito también se relacione con el reconocimiento público, la fama o la
riqueza.
La noción de éxito, no obstante, es subjetiva y relativa.
Lo que para una persona puede ser un éxito, para otra puede ser apenas un
consuelo ante el fracaso. En este sentido, podemos considerar como un éxito
todo aquel resultado de una empresa que nos genere una sensación de realización
y de bienestar o, en resumidas cuentas, de felicidad.
De esta manera, hay
éxitos obtenidos formalmente, asociados a nuestro desempeño, bien sea en
el ámbito profesional, en el académico o en el escolar,
como graduarnos, obtener las más elevadas calificaciones o lograr el ascenso o
el aumento por el que trabajamos tan duro. Asimismo, hay éxitos personales, como lograr establecer nuestra
propia empresa antes de los cuarenta años, comprar casa propia o formar una
familia.
De allí que el
éxito sea también una sensación íntima, que ocurre dentro de nosotros cuando
conseguimos lo que nos propusimos o lo que nunca pensamos que alcanzaríamos.
Así, un éxito personal de la vida cotidiana puede ser
lograr preparar aquella receta tan deliciosamente como la recordamos.
Como tal, el valor del éxito en la vida está tanto en los
grandes empeños como en las pequeñas acciones, en la voluntad para superar las
adversidades, en la conciencia de nuestras competencias y capacidades y en las
ganas de ser siempre mejores y salir adelante.
Miedo al éxito
El miedo al éxito, según la Psicología, es una condición
que se manifiesta en quienes presentan un temor asociado a las consecuencias y
responsabilidades que el éxito podría acarrear en sus vidas. Este tipo de
personas tienen miedo consciente o inconsciente de no ser capaces de preservar
el éxito una vez hayan arribado a él y, en consecuencia, temen al fracaso.
Asimismo, el miedo al éxito puede vincularse al sentimiento de no creerse
merecedores del éxito, a la falta de confianza en sí mismos, o al temor
al rechazo social por parte de la comunidad. Como tal, las personas con miedo
al éxito obran, de manera consciente o inconsciente, para obstaculizar o
arruinar la posibilidad del éxito. En este contexto resulta bastante útil la
CARTA ENCÍCLICA
LABOREM EXERCENS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS VENERABLES HERMANOS
EN EL EPISCOPADO
A LOS SACERDOTES
A LAS FAMILIAS RELIGIOSAS
A LOS HIJOS E HIJAS DE LA IGLESIA
Y A TODOS LOS HOMBRES
DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL TRABAJO HUMANO
EN EL 90 ANIVERSARIO
DE LA RERUM NOVARUM
LABOREM EXERCENS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS VENERABLES HERMANOS
EN EL EPISCOPADO
A LOS SACERDOTES
A LAS FAMILIAS RELIGIOSAS
A LOS HIJOS E HIJAS DE LA IGLESIA
Y A TODOS LOS HOMBRES
DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL TRABAJO HUMANO
EN EL 90 ANIVERSARIO
DE LA RERUM NOVARUM
cuyo texto completo transcribimos;
"Venerables hermanos,
amadísimos hijos e hijas
salud y Bendición Apostólica
amadísimos hijos e hijas
salud y Bendición Apostólica
I. INTRODUCCIÓN
Con su trabajo el hombre ha de procurarse el pan
cotidiano,1 contribuir
al continuo progreso de las ciencias y la técnica, y sobre todo a la incesante
elevación cultural y moral de la sociedad en la que vive en comunidad con sus
hermanos. Y «trabajo» significa todo tipo de acción realizada por el hombre
independientemente de sus características o circunstancias; significa toda actividad
humana que se puede o se debe reconocer como trabajo entre las múltiples
actividades de las que el hombre es capaz y a las que está predispuesto por la
naturaleza misma en virtud de su humanidad. Hecho a imagen y semejanza de Dios2 en
el mundo visible y puesto en él para que dominase la tierra,3 el
hombre está por ello, desde el principio, llamado al trabajo. El
trabajo es una de las características que distinguen al hombre del
resto de las criaturas, cuya actividad, relacionada con el mantenimiento de la
vida, no puede llamarse trabajo; solamente el hombre es capaz de trabajar,
solamente él puede llevarlo a cabo, llenando a la vez con el trabajo su
existencia sobre la tierra. De este modo el trabajo lleva en sí un signo
particular del hombre y de la humanidad, el signo de la persona activa en medio
de una comunidad de personas; este signo determina su característica interior y
constituye en cierto sentido su misma naturaleza.
1. El trabajo humano 90 años después de la «Rerum novarum»
Habiéndose cumplido, el 15 de mayo del año en curso, noventa
años desde la publicación —por obra de León XIII, el gran Pontífice de
la «cuestión social»— de aquella Encíclica de decisiva importancia, que
comienza con las palabras Rerum Novarum, deseo dedicar este
documento precisamente al trabajo humano, y más aún deseo
dedicarlo al hombre en el vasto contexto de esa realidad que
es el trabajo. En efecto, si como he dicho en la Encíclica Redemptor Hominis, publicada al
principio de mi servicio en la sede romana de San Pedro, el hombre «es el
camino primero y fundamental de la Iglesia»,4 y
ello precisamente a causa del insondable misterio de la Redención en Cristo,
entonces hay que volver sin cesar a este camino y proseguirlo siempre
nuevamente en sus varios aspectos en los que se revela toda la riqueza y a la
vez toda la fatiga de la existencia humana sobre la tierra.
El trabajo es uno de estos aspectos, perenne y fundamental, siempre
actual y que exige constantemente una renovada atención y un decidido
testimonio. Porque surgen siempre nuevos interrogantes y problemas, nacen
siempre nuevas esperanzas, pero nacen también temores y amenazas relacionadas
con esta dimensión fundamental de la existencia humana, de la que la vida del
hombre está hecha cada día, de la que deriva la propia dignidad específica y en
la que a la vez está contenida la medida incesante de la fatiga humana, del
sufrimiento y también del daño y de la injusticia que invaden profundamente la
vida social dentro de cada Nación y a escala internacional. Si bien es verdad
que el hombre se nutre con el pan del trabajo de sus manos,5 es
decir, no sólo de ese pan de cada día que mantiene vivo su cuerpo, sino también
del pan de la ciencia y del progreso, de la civilización y de la cultura,
entonces es también verdad perenne que él se nutre de ese pan con el
sudor de su frente;6 o
sea no sólo con el esfuerzo y la fatiga personales, sino también en medio de
tantas tensiones, conflictos y crisis que, en relación con la realidad del
trabajo, trastocan la vida de cada sociedad y aun de toda la humanidad.
Celebramos el 90° aniversario de la Encíclica Rerum Novarum en vísperas de nuevos
adelantos en las condiciones tecnológicas, económicas y políticas que, según
muchos expertos, influirán en el mundo del trabajo y de la producción no menos
de cuanto lo hizo la revolución industrial del siglo pasado. Son múltiples los
factores de alcance general: la introducción generalizada de la automatización
en muchos campos de la producción, el aumento del coste de la energía y de las
materias básicas; la creciente toma de conciencia de la limitación del
patrimonio natural y de su insoportable contaminación; la aparición en la
escena política de pueblos que, tras siglos de sumisión, reclaman su legítimo
puesto entre las naciones y en las decisiones internacionales. Estas
condiciones y exigencias nuevas harán necesaria una reorganización y revisión
de las estructuras de la economía actual, así como de la distribución del
trabajo. Tales cambios podrán quizás significar por desgracia, para millones de
trabajadores especializados, desempleo, al menos temporal, o necesidad de nueva
especialización; conllevarán muy probablemente una disminución o crecimiento
menos rápido del bienestar material para los Países más desarrollados; pero
podrán también proporcionar respiro y esperanza a millones de seres que viven
hoy en condiciones de vergonzosa e indigna miseria.
No corresponde a la Iglesia analizar científicamente las posibles
consecuencias de tales cambios en la convivencia humana. Pero la Iglesia
considera deber suyo recordar siempre la dignidad y los derechos de los hombres
del trabajo, denunciar las situaciones en las que se violan dichos derechos, y
contribuir a orientar estos cambios para que se realice un auténtico progreso
del hombre y de la sociedad.
2. En una línea de desarrollo orgánico de la acción y enseñanza
social de la Iglesia
Ciertamente el trabajo, en cuanto problema del hombre, ocupa el centro
mismo de la «cuestión social», a la que durante los casi cien años
transcurridos desde la publicación de la mencionada Encíclica se dirigen de
modo especial las enseñanzas de la Iglesia y las múltiples iniciativas
relacionadas con su misión apostólica. Si deseo concentrar en ellas estas
reflexiones, quiero hacerlo no de manera diversa, sino más bien en conexión
orgánica con toda la tradición de tales enseñanzas e iniciativas. Pero a la vez
hago esto siguiendo las orientaciones del Evangelio, para sacar del patrimonio
del Evangelio «cosas nuevas y cosas viejas».7 Ciertamente
el trabajo es «cosa antigua», tan antigua como el hombre y su vida sobre la
tierra. La situación general del hombre en el mundo contemporáneo, considerada
y analizada en sus varios aspectos geográficos, de cultura y civilización,
exige sin embargo que se descubran los nuevos significados del
trabajo humano y que se formulen asimismo los nuevos
cometidos que en este campo se brindan a cada hombre, a cada familia,
a cada Nación, a todo el género humano y, finalmente, a la misma Iglesia.
En el espacio de los años que nos separan de la publicación de la
Encíclica Rerum Novarum, la cuestión social no ha
dejado de ocupar la atención de la Iglesia. Prueba de ello son los numerosos
documentos del Magisterio, publicados por los Pontífices, así como por el Concilio
Vaticano II. Prueba asimismo de ello son las declaraciones de los Episcopados o
la actividad de los diversos centros de pensamiento y de iniciativas concretas
de apostolado, tanto a escala internacional como a escala de Iglesias locales.
Es difícil enumerar aquí detalladamente todas las manifestaciones del vivo
interés de la Iglesia y de los cristianos por la cuestión social, dado que son
muy numerosas. Como fruto del Concilio, el principal centro de coordinación en
este campo ha venido a ser la Pontificia Comisión Justicia y Paz, la
cual cuenta con Organismos correspondientes en el ámbito de cada Conferencia
Episcopal. El nombre de esta institución es muy significativo: indica que la
cuestión social debe ser tratada en su dimensión integral y compleja. El
compromiso en favor de la justicia debe estar íntimamente unido con el
compromiso en favor de la paz en el mundo contemporáneo. Y ciertamente se ha
pronunciado en favor de este doble cometido la dolorosa experiencia de las dos
grandes guerras mundiales, que, durante los últimos 90 años, han sacudido a
muchos Países tanto del continente europeo como, al menos en parte, de otros
continentes. Se manifiesta en su favor, especialmente después del final de la
segunda guerra mundial, la permanente amenaza de una guerra nuclear y la
perspectiva de la terrible autodestrucción que deriva de ella.
Si seguimos la línea principal del desarrollo de los
documentos del supremo Magisterio de la Iglesia, encontramos en ellos
la explícita confirmación de tal planteamiento del problema. La postura clave,
por lo que se refiere a la cuestión de la paz en el mundo, es la de la
EncíclicaPacem in terris de Juan XXIII. Si se
considera en cambio la evolución de la cuestión de la justicia social, ha de
notarse que, mientras en el período comprendido entre la Rerum Novarum y la Quadragesimo Anno de Pío XI, las
enseñanzas de la Iglesia se concentran sobre todo en torno a la justa solución
de la llamada cuestión obrera, en el ámbito de cada Nación y, en la etapa
posterior, amplían el horizonte a dimensiones mundiales. La distribución
desproporcionada de riqueza y miseria, la existencia de Países y Continentes
desarrollados y no desarrollados, exigen una justa distribución y la búsqueda
de vías para un justo desarrollo de todos. En esta dirección se mueven las
enseñanzas contenidas en la Encíclica Mater et Magistra de Juan XXIII, en la
Constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano
II y en la Encíclica Populorum Progressio de Pablo VI.
Esta dirección de desarrollo de las enseñanzas y del compromiso de la
Iglesia en la cuestión social, corresponde exactamente al reconocimiento
objetivo del estado de las cosas. Si en el pasado, como centro de tal cuestión,
se ponía de relieve ante todo el problema de la «clase», en
época más reciente se coloca en primer plano el problema del
«mundo». Por lo tanto, se considera no sólo el ámbito de la clase,
sino también el ámbito mundial de la desigualdad y de la injusticia; y, en
consecuencia, no sólo la dimensión de clase, sino la dimensión mundial de las
tareas que llevan a la realización de la justicia en el mundo contemporáneo. Un
análisis completo de la situación del mundo contemporáneo ha puesto de
manifiesto de modo todavía más profundo y más pleno el significado del análisis
anterior de las injusticias sociales; y es el significado que hoy se debe dar a
los esfuerzos encaminados a construir la justicia sobre la tierra, no
escondiendo con ello las estructuras injustas, sino exigiendo un examen de las
mismas y su transformación en una dimensión más universal.
3. El problema del trabajo, clave de la cuestión social
En medio de todos estos procesos —tanto del diagnóstico de la realidad
social objetiva como también de las enseñanzas de la Iglesia en el ámbito de la
compleja y variada cuestión social— el problema del trabajo
humano aparece naturalmente muchas veces. Es, de alguna manera,
un elemento fijo tanto de la vida social como de las
enseñanzas de la Iglesia. En esta enseñanza, sin embargo, la atención al
problema se remonta más allá de los últimos noventa años. En efecto, la doctrina
social de la Iglesia tiene su fuente en la Sagrada Escritura, comenzando por el
libro del Génesis y, en particular, en el Evangelio y en los escritos
apostólicos. Esa doctrina perteneció desde el principio a la enseñanza de la
Iglesia misma, a su concepción del hombre y de la vida social y, especialmente,
a la moral social elaborada según las necesidades de las distintas épocas. Este
patrimonio tradicional ha sido después heredado y desarrollado por las
enseñanzas de los Pontífices sobre la moderna «cuestión social», empezando por
la Encíclica Rerum Novarum. En el contexto de esta
«cuestión», la profundización del problema del trabajo ha experimentado una
continua puesta al día conservando siempre aquella base cristiana de verdad que
podemos llamar perenne.
Si en el presente documento volvemos de nuevo sobre este problema —sin
querer por lo demás tocar todos los argumentos que a él se refieren— no es para
recoger y repetir lo que ya se encuentra en las enseñanzas de la Iglesia, sino
más bien para poner de relieve —quizá más de lo que se ha hecho hasta ahora—
que el trabajo humano es una clave, quizá la clave
esencial, de toda la cuestión social, si tratamos de verla
verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre. Y si la solución, o
mejor, la solución gradual de la cuestión social, que se presenta de nuevo
constantemente y se hace cada vez más compleja, debe buscarse en la dirección
de «hacer la vida humana más humana»,8 entonces
la clave, que es el trabajo humano, adquiere una importancia fundamental y
decisiva.
II. EL TRABAJO Y EL HOMBRE
4. En el libro del Génesis
La Iglesia está convencida de que el trabajo constituye una dimensión
fundamental de la existencia del hombre en la tierra. Ella se confirma en esta
convicción considerando también todo el patrimonio de las diversas ciencias
dedicadas al estudio del hombre: la antropología, la paleontología, la
historia, la sociología, la sicología, etc.; todas parecen testimoniar de
manera irrefutable esta realidad. La Iglesia, sin embargo, saca esta convicción
sobre todo de la fuente de la Palabra de Dios revelada, y por ello lo que
es una convicción de la inteligencia adquiere a la vez el
carácter de una convicción de fe. El motivo es que la Iglesia
—vale la pena observarlo desde ahora— cree en el hombre: ella piensa en el
hombre y se dirige a él no sólo a la luz de la experiencia
histórica, no sólo con la ayuda de los múltiples métodos del conocimiento
científico, sino ante todo a la luz de la palabra revelada del Dios vivo. Al
hacer referencia al hombre, ella trata de expresar los designios eternos
y losdestinos trascendentes que el Dios vivo, Creador
y Redentor ha unido al hombre.
La Iglesia halla ya en las primeras páginas del libro del
Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye
una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra. El análisis
de estos textos nos hace conscientes a cada uno del hecho de que en ellos —a
veces aun manifestando el pensamiento de una manera arcaica— han sido
expresadas las verdades fundamentales sobre el hombre, ya en el contexto del
misterio de la Creación. Estas son las verdades que deciden acerca del hombre
desde el principio y que, al mismo tiempo, trazan las grandes líneas de su
existencia en la tierra, tanto en el estado de justicia original como también
después de la ruptura, provocada por el pecado, de la alianza original del
Creador con lo creado, en el hombre. Cuando éste, hecho «a imagen de Dios...
varón y hembra»,9 siente
las palabras: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla»,10 aunque
estas palabras no se refieren directa y explícitamente al trabajo,
indirectamente ya se lo indican sin duda alguna como una actividad a
desarrollar en el mundo. Más aún, demuestran su misma esencia más profunda. El
hombre es la imagen de Dios, entre otros motivos por el mandato recibido de su
Creador de someter y dominar la tierra. En la realización de este mandato, el
hombre, todo ser humano, refleja la acción misma del Creador del universo.
El trabajo entendido como una actividad «transitiva», es decir, de tal
naturaleza que, empezando en el sujeto humano, está dirigida hacia un objeto
externo, supone un dominio específico del hombre sobre la «tierra» y a la vez
confirma y desarrolla este dominio. Está claro que con el término «tierra», del
que habla el texto bíblico, se debe entender ante todo la parte del universo
visible en el que habita el hombre; por extensión sin embargo, se puede
entender todo el mundo visible, dado que se encuentra en el radio de influencia
del hombre y de su búsqueda por satisfacer las propias necesidades. La
expresión «someter la tierra» tiene un amplio alcance. Indica todos los
recursos que la tierra (e indirectamente el mundo visible) encierra en sí y
que, mediante la actividad consciente del hombre, pueden ser descubiertos y
oportunamente usados. De esta manera, aquellas palabras, puestas al principio
de la Biblia, no dejan de ser actuales. Abarcan todas las
épocas pasadas de la civilización y de la economía, así como toda la realidad
contemporánea y las fases futuras del desarrollo, las cuales, en alguna medida,
quizás se están delineando ya, aunque en gran parte permanecen todavía casi
desconocidas o escondidas para el hombre.
Si a veces se habla de período de «aceleración» en la vida económica y
en la civilización de la humanidad o de las naciones, uniendo estas
«aceleraciones» al progreso de la ciencia y de la técnica, y especialmente a
los descubrimientos decisivos para la vida socio-económica, se puede decir al
mismo tiempo que ninguna de estas «aceleraciones» supera el contenido esencial
de lo indicado en ese antiquísimo texto bíblico. Haciéndose —mediante su
trabajo— cada vez más dueño de la tierra y confirmando todavía —mediante el
trabajo— su dominio sobre el mundo visible, el hombre en cada caso y en cada
fase de este proceso se coloca en la línea del plan original del Creador; lo
cual está necesaria e indisolublemente unido al hecho de que el hombre ha sido
creado, varón y hembra, «a imagen de Dios». Este proceso es, al
mismo tiempo,universal: abarca a todos los hombres, a cada
generación, a cada fase del desarrollo económico y cultural, y a la
vez es un proceso que se actúaen cada hombre, en cada
sujeto humano consciente. Todos y cada uno están comprendidos en él con temporáneamente.
Todos y cada uno, en una justa medida y en un número incalculable de formas,
toman parte en este gigantesco proceso, mediante el cual el hombre «somete la
tierra» con su trabajo.
5. El trabajo en sentido objetivo: la técnica
Esta universalidad y a la vez esta multiplicidad del proceso de «someter
la tierra» iluminan el trabajo del hombre, ya que el dominio del hombre sobre
la tierra se realiza en el trabajo y mediante el trabajo. Emerge así el
significado del trabajo en sentido objetivo, el cual halla su
expresión en las varias épocas de la cultura y de la civilización. El hombre
domina ya la tierra por el hecho de que domestica los animales, los cría y de
ellos saca el alimento y vestido necesarios, y por el hecho de que puede
extraer de la tierra y de los mares diversos recursos naturales. Pero mucho más
«somete la tierra», cuando el hombre empieza a cultivarla y posteriormente
elabora sus productos, adaptándolos a sus necesidades. La agricultura
constituye así un campo primario de la actividad económica y un factor
indispensable de la producción por medio del trabajo humano. La industria, a su
vez, consistirá siempre en conjugar las riquezas de la tierra —los recursos
vivos de la naturaleza, los productos de la agricultura, los recursos minerales
o químicos— y el trabajo del hombre, tanto el trabajo físico como el
intelectual. Lo cual puede aplicarse también en cierto sentido al campo de la
llamada industria de los servicios y al de la investigación, pura o aplicada.
Hoy, en la industria y en la agricultura la actividad del hombre ha
dejado de ser, en muchos casos, un trabajo prevalentemente manual, ya que la
fatiga de las manos y de los músculos es ayudada por máquinas y
mecanismos cada vez más perfeccionados. No solamente en la industria,
sino también en la agricultura, somos testigos de las transformaciones llevadas
a cabo por el gradual y continuo desarrollo de la ciencia y de la técnica. Lo
cual, en su conjunto, se ha convertido históricamente en una causa de profundas
transformaciones de la civilización, desde el origen de la «era industrial»
hasta las sucesivas fases de desarrollo gracias a las nuevas técnicas, como las
de la electrónica o de los microprocesadores de los últimos años.
Aunque pueda parecer que en el proceso industrial «trabaja» la máquina
mientras el hombre solamente la vigila, haciendo posible y guiando de diversas
maneras su funcionamiento, es verdad también que precisamente por ello el
desarrollo industrial pone la base para plantear de manera nueva el problema
del trabajo humano. Tanto la primera industrialización, que creó la llamada
cuestión obrera, como los sucesivos cambios industriales y postindustriales,
demuestran de manera elocuente que, también en la época del «trabajo» cada vez
más mecanizado, el sujeto propio del trabajo sigue siendo el hombre.
El desarrollo de la industria y de los diversos sectores relacionados
con ella —hasta las más modernas tecnologías de la electrónica, especialmente
en el terreno de la miniaturización, de la informática, de la telemática y
otros— indica el papel de primerísima importancia que adquiere, en la
interacción entre el sujeto y objeto del trabajo (en el sentido más amplio de
esta palabra), precisamente esa aliada del trabajo, creada por el cerebro
humano, que es la técnica. Entendida aquí no como capacidad o aptitud para el
trabajo, sino comoun conjunto de instrumentos de los que el hombre
se vale en su trabajo, la técnica es indudablemente una aliada del hombre. Ella
le facilita el trabajo, lo perfecciona, lo acelera y lo multiplica. Ella
fomenta el aumento de la cantidad de productos del trabajo y perfecciona
incluso la calidad de muchos de ellos. Es un hecho, por otra parte, que a
veces, la técnica puede transformarse de aliada en adversaria del hombre, como
cuando la mecanización del trabajo «suplanta» al hombre, quitándole toda
satisfacción personal y el estímulo a la creatividad y responsabilidad; cuando
quita el puesto de trabajo a muchos trabajadores antes ocupados, o cuando
mediante la exaltación de la máquina reduce al hombre a ser su esclavo.
Si las palabras bíblicas «someted la tierra», dichas al hombre desde el
principio, son entendidas en el contexto de toda la época moderna, industrial y
postindustrial, indudablemente encierran ya en sí una relación con la
técnica, con el mundo de mecanismos y máquinas que es el fruto del
trabajo del cerebro humano y la confirmación histórica del dominio del hombre
sobre la naturaleza.
La época reciente de la historia de la humanidad, especialmente la de
algunas sociedades, conlleva una justa afirmación de la técnica como un
coeficiente fundamental del progreso económico; pero al mismo tiempo, con esta
afirmación han surgido y continúan surgiendo los interrogantes esenciales que
se refieren al trabajo humano en relación con el sujeto, que es precisamente el
hombre. Estos interrogantes encierran una carga particular de contenidos
y tensiones de carácter ético y ético-social. Por ello constituyen un
desafío continuo para múltiples instituciones, para los Estados y para los
gobiernos, para los sistemas y las organizaciones internacionales; constituyen
también un desafío para la Iglesia.
6. El trabajo en sentido subjetivo: el hombre, sujeto del
trabajo
Para continuar nuestro análisis del trabajo en relación con la palabras
de la Biblia, en virtud de las cuales el hombre ha de someter la tierra, hemos
de concentrar nuestra atención sobre el trabajo en sentido
subjetivo, mucho más de cuanto lo hemos hecho hablando acerca del
significado objetivo del trabajo, tocando apenas esa vasta problemática que
conocen perfecta y detalladamente los hombres de estudio en los diversos campos
y también los hombres mismos del trabajo según sus especializaciones. Si las
palabras del libro del Génesis, a las que nos referimos en este análisis,
hablan indirectamente del trabajo en sentido objetivo, a la vez hablan también
del sujeto del trabajo; y lo que dicen es muy elocuente y está lleno de un gran
significado.
El hombre debe someter la tierra, debe dominarla, porque como «imagen de
Dios» es una persona, es decir, un ser subjetivo capaz de obrar de manera
programada y racional, capaz de decidir acerca de sí y que tiende a realizarse
a sí mismo. Como persona, el hombre es pues sujeto del trabajo. Como
persona él trabaja, realiza varias acciones pertenecientes al proceso del
trabajo; éstas, independientemente de su contenido objetivo, han de servir
todas ellas a la realización de su humanidad, al perfeccionamiento de esa
vocación de persona, que tiene en virtud de su misma humanidad. Las principales
verdades sobre este tema han sido últimamente recordadas por el Concilio
Vaticano II en la ConstituciónGaudium et Spes, sobre todo en el capítulo
I, dedicado a la vocación del hombre.
Así ese «dominio» del que habla el texto bíblico que estamos analizando,
se refiere no sólo a la dimensión objetiva del trabajo, sino que nos introduce
contemporáneamente en la comprensión de su dimensión subjetiva. El trabajo
entendido como proceso mediante el cual el hombre y el género humano someten la
tierra, corresponde a este concepto fundamental de la Biblia sólo cuando al
mismo tiempo, en todo este proceso, el hombre se manifiesta y confirma como
el que «domina». Ese dominio se refiere en cierto sentido a la
dimensión subjetiva más que a la objetiva: esta dimensión condiciona la
misma esencia ética del trabajo. En efecto no hay duda de que el
trabajo humano tiene un valor ético, el cual está vinculado completa y
directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona, un sujeto
consciente y libre, es decir, un sujeto que decide de sí mismo.
Esta verdad, que constituye en cierto sentido el meollo fundamental y
perenne de la doctrina cristiana sobre el trabajo humano, ha tenido y sigue
teniendo un significado primordial en la formulación de los importantes
problemas sociales que han interesado épocas enteras.
La edad antigua introdujo entre los hombres una propia y típica diferenciación en
gremios, según el tipo de trabajo que realizaban. El trabajo que exigía de
parte del trabajador el uso de sus fuerzas físicas, el trabajo de los músculos
y manos, era considerado indigno de hombres libres y por ello era ejecutado por
los esclavos. El cristianismo, ampliando algunos aspectos ya contenidos en el
Antiguo Testamento, ha llevado a cabo una fundamental transformación de
conceptos, partiendo de todo el contenido del mensaje evangélico y sobre todo
del hecho de que Aquel, que siendo Dios se hizo semejante a
nosotros en todo,11 dedicó
la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual junto
al banco del carpintero. Esta circunstancia constituye por sí sola el más
elocuente «Evangelio del trabajo», que manifiesta cómo el fundamento para
determinar el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo
que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona. Las
fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse principalmente no en su
dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva.
En esta concepción desaparece casi el fundamento mismo de la antigua
división de los hombres en clases sociales, según el tipo de trabajo que
realizasen. Esto no quiere decir que el trabajo humano, desde el punto de vista
objetivo, no pueda o no deba ser de algún modo valorizado y cualificado. Quiere
decir solamente que el primer fundamento del valor del trabajo es el
hombre mismo, su sujeto. A esto va unida inmediatamente una
consecuencia muy importante de naturaleza ética: es cierto que el hombre está
destinado y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo está «en función
del hombre» y no el hombre «en función del trabajo». Con esta conclusión se
llega justamente a reconocer la preeminencia del significado subjetivo del
trabajo sobre el significado objetivo. Dado este modo de entender, y suponiendo
que algunos trabajos realizados por los hombres puedan tener un valor objetivo
más o menos grande, sin embargo queremos poner en evidencia que cada uno de
ellos se mide sobre todo con el metro de la dignidad del
sujeto mismo del trabajo, o sea de la persona, del hombre que lo
realiza. A su vez, independientemente del trabajo que cada hombre
realiza, y suponiendo que ello constituya una finalidad —a veces muy exigente—
de su obrar, esta finalidad no posee un significado definitivo por sí mismo. De
hecho, en fin de cuentas, la finalidad del trabajo, de
cualquier trabajo realizado por el hombre —aunque fuera el trabajo «más
corriente», más monótono en la escala del modo común de valorar, e incluso el
que más margina— permanece siempre el hombre mismo.
7. Una amenaza al justo orden de los valores
Precisamente estas afirmaciones básicas sobre el trabajo han surgido
siempre de la riqueza de la verdad cristiana, especialmente del mensaje mismo
del «Evangelio del trabajo», creando el fundamento del nuevo modo humano de
pensar, de valorar y de actuar. En la época moderna, desde el comienzo de la
era industrial, la verdad cristiana sobre el trabajo debía contraponerse a las
diversas corrientes del pensamientomaterialista y «economicista».
Para algunos fautores de tales ideas, el trabajo se entendía y se
trataba como una especie de «mercancía», que el trabajador —especialmente el
obrero de la industria— vende al empresario, que es a la vez poseedor del
capital, o sea del conjunto de los instrumentos de trabajo y de los medios que
hacen posible la producción. Este modo de entender el trabajo se difundió, de
modo particular, en la primera mitad del siglo XIX. A continuación, las
formulaciones explícitas de este tipo casi han ido desapareciendo, cediendo a
un modo más humano de pensar y valorar el trabajo. La interacción entre el hombre
del trabajo y el conjunto de los instrumentos y de los medios de producción ha
dado lugar al desarrollo de diversas formas de capitalismo —paralelamente a
diversas formas de colectivismo— en las que se han insertado otros elementos
socio-económicos como consecuencia de nuevas circunstancias concretas, de la
acción de las asociaciones de los trabajadores y de los poderes públicos, así
como de la entrada en acción de grandes empresas transnacionales. A pesar de
todo, el peligro de considerar el trabajo como una «mercancía
sui generis», o como una anónima «fuerza» necesaria para la producción (se
habla incluso de «fuerza-trabajo»), existe siempre,especialmente
cuando toda la visual de la problemática económica esté caracterizada por las
premisas del economismo materialista.
Una ocasión sistemática y, en cierto sentido, hasta un estímulo para
este modo de pensar y valorar está constituido por el acelerado proceso de
desarrollo de la civilización unilateralmente materialista, en la que se da
importancia primordial a la dimensión objetiva del trabajo, mientras la
subjetiva —todo lo que se refiere indirecta o directamente al mismo sujeto del
trabajo— permanece a un nivel secundario. En todos los casos de este género, en
cada situación social de este tipo se da una confusión, e incluso una inversión
del orden establecido desde el comienzo con las palabras del libro del
Génesis: el hombre es considerado como un instrumento de producción,12 mientras
él, —él solo, independientemente del trabajo que realiza— debería ser tratado
como sujeto eficiente y su verdadero artífice y creador. Precisamente tal
inversión de orden, prescindiendo del programa y de la denominación según la
cual se realiza, merecería el nombre de «capitalismo» en el sentido indicado
más adelante con mayor amplitud. Se sabe que el capitalismo tiene su preciso
significado histórico como sistema, y sistema económico-social, en
contraposición al «socialismo» o «comunismo». Pero, a la luz del análisis de la
realidad fundamental del entero proceso económico y, ante todo, de la
estructura de producción —como es precisamente el trabajo— conviene reconocer
que el error del capitalismo primitivo puede repetirse dondequiera que el
hombre sea tratado de alguna manera a la par de todo el complejo de los medios
materiales de producción, como un instrumento y no según la verdadera dignidad
de su trabajo, o sea como sujeto y autor, y, por consiguiente, como verdadero
fin de todo el proceso productivo.
Se comprende así cómo el análisis del trabajo humano hecho a la luz de
aquellas palabras, que se refieren al «dominio» del hombre sobre la tierra,
penetra hasta el centro mismo de la problemática ético-social. Esta concepción
debería también encontrar un puesto central en toda la esfera de la
política social y económica, tanto en el ámbito de cada uno de los
países, como en el más amplio de las relaciones internacionales e
intercontinentales, con particular referencia a las tensiones, que se delinean
en el mundo no sólo en el eje Oriente-Occidente, sino también en el del
Norte-Sur. Tanto el Papa Juan XXIII en la Encíclica Mater et Magistra como Pablo VI en
la Populorum Progressio han dirigido una
decidida atención a estas dimensiones de la problemática ético-social
contemporánea.
8. Solidaridad de los hombres del trabajo
Si se trata del trabajo humano en la fundamental dimensión de su sujeto,
o sea del hombre-persona que ejecuta un determinado trabajo, se debe bajo este
punto de vista hacer por lo menos una sumaria valoración de las
transformaciones que, en los 90 años que nos separan de la Rerum Novarum, han acaecido en relación
con el aspecto subjetivo del trabajo. De hecho aunque el sujeto del trabajo sea
siempre el mismo, o sea el hombre, sin embargo en el aspecto objetivo se
verifican transformaciones notables. Aunque se pueda decir que el trabajo, a
causa de su sujeto,es uno (uno y cada vez irrepetible) sin embargo,
considerando sus direcciones objetivas, hay que constatar que existen
muchos trabajos: tantos trabajos distintos. El desarrollo de la
civilización humana conlleva en este campo un enriquecimiento continuo. Al
mismo tiempo, sin embargo, no se puede dejar de notar cómo en el proceso de
este desarrollo no sólo aparecen nuevas formas de trabajo, sino que también
otras desaparecen. Aun concediendo que en línea de máxima sea esto un fenómeno
normal, hay que ver todavía si no se infiltran en él, y en qué manera, ciertas
irregularidades, que por motivos ético-sociales pueden ser peligrosas.
Precisamente, a raíz de esta anomalía de gran alcance surgió
en el siglo pasado la llamada cuestión obrera, denominada a veces «cuestión
proletaria». Tal cuestión —con los problemas anexos a ella— ha dado origen a
una justa reacción social, ha hecho surgir y casi irrumpir un gran impulso de
solidaridad entre los hombres del trabajo y, ante todo, entre los trabajadores
de la industria. La llamada a la solidaridad y a la acción común, lanzada a los
hombres del trabajo —sobre todo a los del trabajo sectorial, monótono,
despersonalizador en los complejos industriales, cuando la máquina tiende a
dominar sobre el hombre— tenía un importante valor y su elocuencia desde el
punto de vista de la ética social. Era la reacción contra la
degradación del hombre como sujeto del trabajo, y contra la inaudita y
concomitante explotación en el campo de las ganancias, de las condiciones de
trabajo y de previdencia hacia la persona del trabajador. Semejante reacción ha
reunido al mundo obrero en una comunidad caracterizada por una gran
solidaridad.
Tras las huellas de la Encíclica Rerum Novarum y de muchos documentos
sucesivos del Magisterio de la Iglesia se debe reconocer francamente que fue
justificada, desde la óptica de la moral social, la reacción
contra el sistema de injusticia y de daño, que pedía venganza al cielo,13 y
que pesaba sobre el hombre del trabajo en aquel período de rápida
industrialización. Esta situación estaba favorecida por el sistema
socio-político liberal que, según sus premisas de economismo, reforzaba y
aseguraba la iniciativa económica de los solos poseedores del capital, y no se
preocupaba suficientemente de los derechos del hombre del trabajo, afirmando
que el trabajo humano es solamente instrumento de producción, y que el capital
es el fundamento, el factor eficiente, y el fin de la producción.
Desde entonces la solidaridad de los hombres del trabajo, junto con una
toma de conciencia más neta y más comprometida sobre los derechos de los
trabajadores por parte de los demás, ha dado lugar en muchos casos a cambios
profundos. Se han ido buscando diversos sistemas nuevos. Se han desarrollado
diversas formas de neocapitalismo o de colectivismo. Con frecuencia los hombres
del trabajo pueden participar, y efectivamente participan, en la gestión y en
el control de la productividad de las empresas. Por medio de asociaciones
adecuadas, ellos influyen en las condiciones de trabajo y de remuneración, así
como en la legislación social. Pero al mismo tiempo, sistemas ideológicos o de
poder, así como nuevas relaciones surgidas a distintos niveles de la
convivencia humana, han dejado perdurar injusticias flagrantes o han
provocado otras nuevas. A escala mundial, el desarrollo de la
civilización y de las comunicaciones ha hecho posible un diagnóstico más
completo de las condiciones de vida y del trabajo del hombre en toda la tierra,
y también ha manifestado otras formas de injusticia mucho más vastas de las
que, en el siglo pasado, fueron un estímulo a la unión de los hombres del
trabajo para una solidaridad particular en el mundo obrero. Así ha ocurrido en
los Países que han llevado ya a cabo un cierto proceso de revolución
industrial; y así también en los Países donde el lugar primordial de trabajo
sigue estando en el cultivo de la tierra u otras ocupaciones
similares.
Movimientos de solidaridad en el campo del trabajo —de una solidaridad
que no debe ser cerrazón al diálogo y a la colaboración con los demás —pueden
ser necesarios incluso con relación a las condiciones de grupos sociales que
antes no estaban comprendidos en tales movimientos, pero que sufren, en los
sistemas sociales y en las condiciones de vida que cambian, una
«proletarización» efectiva o, más aún, se encuentran ya realmente en
la condición de «proletariado», la cual, aunque no es conocida todavía con este
nombre, lo merece de hecho. En esa condición pueden encontrarse algunas
categorías o grupos de la «inteligencia» trabajadora, especialmente cuando
junto con el acceso cada vez más amplio a la instrucción, con el número cada
vez más numeroso de personas, que han conseguido un diploma por su preparación
cultural, disminuye la demanda de su trabajo. Tal desocupación de los
intelectuales tiene lugar o aumenta cuando la instrucción accesible no
está orientada hacia los tipos de empleo o de servicios requeridos por las
verdaderas necesidades de la sociedad, o cuando el trabajo para el que se
requiere la instrucción, al menos profesional, es menos buscado o menos pagado
que un trabajo manual. Es obvio que la instrucción de por sí constituye siempre
un valor y un enriquecimiento importante de la persona humana; pero no
obstante, algunos procesos de «proletarización» siguen siendo posibles
independientemente de este hecho.
Por eso, hay que seguir preguntándose sobre el sujeto del
trabajo y las condiciones en las que vive. Para realizar la justicia
social en las diversas partes del mundo, en los distintos Países, y en las
relaciones entre ellos, son siempre necesarios nuevos movimientos de
solidaridad de los hombres del trabajo y de solidaridad con
los hombres del trabajo. Esta solidaridad debe estar siempre presente
allí donde lo requiere la degradación social del sujeto del trabajo, la
explotación de los trabajadores, y las crecientes zonas de miseria e incluso de
hambre. La Iglesia está vivamente comprometida en esta causa, porque la
considera como su misión, su servicio, como verificación de su fidelidad a
Cristo, para poder ser verdaderamente la «Iglesia de los pobres». Y los «pobres» se
encuentran bajo diversas formas; aparecen en diversos lugares y en diversos
momentos; aparecen en muchos casos come resultado de la violación de la
dignidad del trabajo humano: bien sea porque se limitan las
posibilidades del trabajo —es decir por la plaga del desempleo—, bien porque se
deprecian el trabajo y los derechos que fluyen del mismo, especialmente el
derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su
familia.
9. Trabajo - dignidad de la persona
Continuando todavía en la perspectiva del hombre como sujeto del
trabajo, nos conviene tocar, al menos sintéticamente, algunos problemas quedefinen
con mayor aproximación la dignidad del trabajo humano, ya que permiten
distinguir más plenamente su específico valor moral. Hay que hacer esto,
teniendo siempre presente la vocación bíblica a «dominar la tierra»,14 en
la que se ha expresado la voluntad del Creador, para que el trabajo ofreciera
al hombre la posibilidad de alcanzar el «dominio» que le es propio en el mundo
visible.
La intención fundamental y primordial de Dios respecto del hombre, que
Él «creó... a su semejanza, a su imagen»,15 no
ha sido revocada ni anulada ni siquiera cuando el hombre, después de haber roto
la alianza original con Dios, oyó las palabras: «Con el sudor de tu rostro
comerás el pan»,16 Estas
palabras se refieren a la fatiga a veces pesada, que desde
entonces acompaña al trabajo humano; pero no cambian el hecho de que éste es el
camino por el que el hombre realiza el «dominio», que le es
propio sobre el mundo visible «sometiendo» la tierra. Esta fatiga es un hecho
universalmente conocido, porque es universalmente experimentado. Lo saben los
hombres del trabajo manual, realizado a veces en condiciones excepcionalmente
pesadas. La saben no sólo los agricultores, que consumen largas jornadas en
cultivar la tierra, la cual a veces «produce abrojos y espinas»,17 sino
también los mineros en las minas o en las canteras de piedra, los siderúrgicos
junto a sus altos hornos, los hombres que trabajan en obras de albañilería y en
el sector de la construcción con frecuente peligro de vida o de invalidez. Lo
saben a su vez, los hombres vinculados a la mesa de trabajo intelectual; lo
saben los científicos; lo saben los hombres sobre quienes pesa la gran
responsabilidad de decisiones destinadas a tener una vasta repercusión social.
Lo saben los médicos y los enfermeros, que velan día y noche junto a los
enfermos. Lo saben las mujeres, que a veces sin un adecuado reconocimiento por
parte de la sociedad y de sus mismos familiares, soportan cada día la fatiga y
la responsabilidad de la casa y de la educación de los hijos. Lo saben
todos los hombres del trabajo y, puesto que es verdad que el trabajo
es una vocación universal, lo saben todos los hombres.
No obstante, con toda esta fatiga —y quizás, en un cierto sentido,
debido a ella— el trabajo es un bien del hombre. Si este bien comporta el signo
de un «bonum arduum», según la terminología de Santo Tomás;18 esto
no quita que, en cuanto tal, sea un bien del hombre. Y es no sólo un bien «útil»
o «para disfrutar», sino un bien «digno», es decir, que corresponde a la
dignidad del hombre, un bien que expresa esta dignidad y la aumenta. Queriendo
precisar mejor el significado ético del trabajo, se debe tener presente ante
todo esta verdad. El trabajo es un bien del hombre —es un bien de su
humanidad—, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la
naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se
realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido «se hace
más hombre».
Si se prescinde de esta consideración no se puede comprender el
significado de la virtud de la laboriosidad y más en concreto no se puede
comprender por qué la laboriosidad debería ser una virtud: en efecto, la
virtud, como actitud moral, es aquello por lo que el hombre llega a ser bueno
como hombre.19 Este
hecho no cambia para nada nuestra justa preocupación, a fin de que en el
trabajo, mediante el cual la materia esennoblecida, el
hombre mismo no sufra mengua en su propia dignidad.20 Es
sabido además, que es posible usar de diversos modos el trabajocontra el
hombre, que se puede castigar al hombre con el sistema de trabajos
forzados en los campos de concentración, que se puede hacer
del trabajo un medio de opresión del hombre, que, en fin, se puede explotar de
diversos modos el trabajo humano, es decir, al hombre del trabajo. Todo esto da
testimonio en favor de la obligación moral de unir la laboriosidad como virtud
con el orden social del trabajo, que permitirá al hombre
«hacerse más hombre» en el trabajo, y no degradarse a causa del trabajo,
perjudicando no sólo sus fuerzas físicas (lo cual, al menos hasta un cierto
punto, es inevitable), sino, sobre todo, menoscabando su propia dignidad y
subjetividad.
10. Trabajo y sociedad: familia, nación
Confirmada de este modo la dimensión personal del trabajo humano, se
debe luego llegar al segundo ámbito de valores, que está
necesariamente unido a él. El trabajo es el fundamento sobre el que se forma la
vida familiar, la cual es un derecho natural y una vocación del
hombre. Estos dos ámbitos de valores —uno relacionado con el trabajo y otro
consecuente con el carácter familiar de la vida humana— deben unirse entre sí
correctamente y correctamente compenetrarse. El trabajo es, en un cierto sentido,
una condición para hacer posible la fundación de una familia, ya que ésta exige
los medios de subsistencia, que el hombre adquiere normalmente mediante el
trabajo. Trabajo y laboriosidad condicionan a su vez todo el proceso de
educación dentro de la familia, precisamente por la razón de que cada
uno «se hace hombre», entre otras cosas, mediante el trabajo, y ese hacerse
hombre expresa precisamente el fin principal de todo el proceso educativo.
Evidentemente aquí entran en juego, en un cierto sentido, dos significados del
trabajo: el que consiente la vida y manutención de la familia, y aquel por el
cual se realizan los fines de la familia misma, especialmente la educación. No
obstante, estos dos significados del trabajo están unidos entre sí y se complementan
en varios puntos.
En conjunto se debe recordar y afirmar que la familia constituye uno de
los puntos de referencia más importantes, según los cuales debe formarse el
orden socio-ético del trabajo humano. La doctrina de la Iglesia ha dedicado
siempre una atención especial a este problema y en el presente documento
convendrá que volvamos sobre él. En efecto, la familia es, al mismo tiempo,
una comunidad hecha posible gracias al trabajo y la
primera escuela interior de trabajo para todo hombre.
El tercer ámbito de valores que emerge en la presente perspectiva —en la
perspectiva del sujeto del trabajo— se refiere a esa gran sociedad, a
la que pertenece el hombre en base a particulares vínculos culturales e
históricos. Dicha sociedad— aun cuando no ha asumido todavía la forma madura de
una nación— es no sólo la gran «educadora» de cada hombre, aunque indirecta
(porque cada hombre asume en la familia los contenidos y valores que componen,
en su conjunto, la cultura de una determinada nación), sino también una gran
encarnación histórica y social del trabajo de todas las generaciones. Todo esto
hace que el hombre concilie su más profunda identidad humana con la pertenencia
a la nación y entienda también su trabajo como incremento del bien común
elaborado juntamente con sus compatriotas, dándose así cuenta de que por este
camino el trabajo sirve para multiplicar el patrimonio de toda la familia
humana, de todos los hombres que viven en el mundo.
Estos tres ámbitos conservan permanentemente su importancia para
el trabajo humano en su dimensión subjetiva. Y esta dimensión, es
decir la realidad concreta del hombre del trabajo, tiene precedencia sobre la
dimensión objetiva. En su dimensión subjetiva se realiza, ante todo, aquel
«dominio» sobre el mundo de la naturaleza, al que el hombre está llamado desde
el principio según las palabras del libro del Génesis. Si el proceso mismo de
«someter la tierra», es decir, el trabajo bajo el aspecto de la técnica, está
marcado a lo largo de la historia y, especialmente en los últimos siglos, por
un desarrollo inconmensurable de los medios de producción, entonces éste es un
fenómeno ventajoso y positivo, a condición de que la dimensión objetiva del
trabajo no prevalezca sobre la dimensión subjetiva, quitando al hombre o
disminuyendo su dignidad y sus derechos inalienables.
III. CONFLICTO ENTRE TRABAJO Y
CAPITAL
EN LA PRESENTE FASE HISTÓRICA
EN LA PRESENTE FASE HISTÓRICA
11. Dimensión de este conflicto
El esbozo de la problemática fundamental del trabajo, tal como se ha
delineado más arriba haciendo referencia a los primeros textos bíblicos,
constituye así, en un cierto sentido, la misma estructura portadora de la
enseñanza de la Iglesia, que se mantiene sin cambio a través de los siglos, en
el contexto de las diversas experiencias de la historia. Sin embargo, en el
transfondo de las experiencias que precedieron y siguieron a la publicación de
la Encíclica Rerum Novarum, esa enseñanza adquiere una
expresividad particular y una elocuencia de viva actualidad. El trabajo aparece
en este análisis como una gran realidad, que ejerce un influjo fundamental
sobre la formación, en sentido humano del mundo dado al hombre por el Creador y
es una realidad estrechamente ligada al hombre como al propio sujeto y a su
obrar racional. Esta realidad, en el curso normal de las cosas, llena la vida
humana e incide fuertemente sobre su valor y su sentido. Aunque unido a la
fatiga y al esfuerzo, el trabajo no deja de ser un bien, de modo que el hombre
se desarrolla mediante el amor al trabajo. Este carácter del trabajo
humano, totalmentepositivo y creativo, educativo y meritorio, debe
constituir el fundamento de las valoraciones y de las decisiones, que hoy se
toman al respecto, incluso referidas a los derechos subjetivos del
hombre, como atestiguan las Declaraciones internacionales
y también los múltiples Códigos del trabajo, elaborados tanto
por las competentes instituciones legisladoras de cada País, como por las organizaciones
que dedican su actividad social o también científico-social a la problemática
del trabajo. Un organismo que promueve a nivel internacional tales iniciativas
es la Organización Internacional del Trabajo, la más antigua
Institución especializada de la ONU.
En la parte siguiente de las presentes consideraciones tengo intención
de volver de manera más detallada sobre estos importantes problemas, recordando
al menos los elementos fundamentales de la doctrina de la Iglesia sobre este
tema. Sin embargo antes conviene tocar un ámbito mucho más importante de
problemas, entre los cuales se ha ido formando esta enseñanza en la última
fase, es decir en el período, cuya fecha, en cierto sentido simbólica, es el
año de la publicación de la Encíclica Rerum Novarum.
Se sabe que en todo este período, que todavía no ha terminado, el
problema del trabajo ha sido planteado en el contexto del gran conflicto, que
en la época del desarrollo industrial y junto con éste se ha manifestado entre
el «mundo del capital» y el «mundo del trabajo», es decir, entre el
grupo restringido, pero muy influyente, de los empresarios, propietarios o
poseedores de los medios de producción y la más vasta multitud de gente que no
disponía de estos medios, y que participaba, en cambio, en el proceso
productivo exclusivamente mediante el trabajo. Tal conflicto ha surgido por el
hecho de que los trabajadores, ofreciendo sus fuerzas para el trabajo, las
ponían a disposición del grupo de los empresarios, y que éste, guiado por el
principio del máximo rendimiento, trataba de establecer el salario más bajo
posible para el trabajo realizado por los obreros. A esto hay que añadir también
otros elementos de explotación, unidos con la falta de seguridad en el trabajo
y también de garantías sobre las condiciones de salud y de vida de los obreros
y de sus familias.
Este conflicto, interpretado por algunos como un conflicto socio-económico con
carácter de clase, ha encontrado su expresión en el conflicto
ideológico entre el liberalismo, entendido como ideología del
capitalismo, y el marxismo, entendido como ideología del socialismo científico
y del comunismo, que pretende intervenir como portavoz de la clase obrera, de
todo el proletariado mundial. De este modo, el conflicto real, que existía
entre el mundo del trabajo y el mundo del capital, se ha transformado en
la lucha programada de clases, llevada con métodos no sólo ideológicos,
sino incluso, y ante todo, políticos. Es conocida la historia de este
conflicto, como conocidas son también las exigencias de una y otra parte. El
programa marxista, basado en la filosofía de Marx y de Engels, ve en la lucha
de clases la única vía para eliminar las injusticias de clase, existentes en la
sociedad, y las clases mismas. La realización de este programa antepone la
«colectivización» de los medios de producción, a fin de
que a través del traspaso de estos medios de los privados a la colectividad, el
trabajo humano quede preservado de la explotación.
A esto tiende la lucha conducida con métodos no sólo ideológicos, sino
también políticos. Los grupos inspirados por la ideología marxista como
partidos políticos, tienden, en función del principio de la «dictadura del
proletariado», y ejerciendo influjos de distinto tipo, comprendida la presión
revolucionaria, al monopolio del poder en cada una de las
sociedades, para introducir en ellas, mediante la supresión de la
propiedad privada de los medios de producción, el sistema colectivista. Según
los principales ideólogos y dirigentes de ese amplio movimiento internacional,
el objetivo de ese programa de acción es el de realizar la revolución social e
introducir en todo el mundo el socialismo y, en definitiva, el sistema
comunista.
Tocando este ámbito sumamente importante de problemas que constituyen no
sólo una teoría, sino precisamente un tejido de vida socio-económica, política
e internacional de nuestra época,no se puede y ni siquiera es necesario entrar
en detalles, ya que éstos son conocidos sea por la vasta literatura,
sea por las experiencias prácticas. Se debe, en cambio, pasar de su contexto al
problema fundamental del trabajo humano, al que se dedican sobre todo las
consideraciones contenidas en el presente documento. Al mismo tiempo pues, es
evidente que este problema capital, siempre desde el punto de vista del hombre,
—problema que constituye una de las dimensiones fundamentales de su existencia
terrena y de su vocación— no puede explicarse de otro modo si no es teniendo en
cuenta el pleno contexto de la realidad contemporánea.
12. Prioridad del trabajo
Ante la realidad actual, en cuya estructura se encuentran profundamente
insertos tantos conflictos, causados por el hombre, y en la que los medios
técnicos —fruto del trabajo humano— juegan un papel primordial (piénsese aquí
en la perspectiva de un cataclismo mundial en la eventualidad de una guerra
nuclear con posibilidades destructoras casi inimaginables) se debe ante todo
recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio
de la prioridad del «trabajo» frente al «capital». Este principio se
refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el
trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el
«capital», siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o
la causa instrumental. Este principio es una verdad evidente, que se deduce de
toda la experiencia histórica del hombre.
Cuando en el primer capítulo de la Biblia oímos que el hombre debe
someter la tierra, sabemos que estas palabras se refieren a todos los recursos
que el mundo visible encierra en sí, puestos a disposición del hombre. Sin
embargo, tales recursos no pueden servir al hombre si no es mediante el
trabajo. Con el trabajo ha estado siempre vinculado desde el principio
el problema de la propiedad: en efecto, para hacer servir para sí y para los
demás los recursos escondidos en la naturaleza, el hombre tiene como único
medio su trabajo. Y para hacer fructificar estos recursos por medio del
trabajo, el hombre se apropia en pequeñas partes, de las diversas riquezas de
la naturaleza: del subsuelo, del mar, de la tierra, del espacio. De todo esto
se apropia él convirtiéndolo en su puesto de trabajo.
Se lo apropia por medio del trabajo y para tener un ulterior trabajo. El
mismo principio se aplica a las fases sucesivas de este proceso, en el que
la primera fase es siempre la relación del hombre con
los recursos y las riquezas de la naturaleza. Todo el esfuerzo
intelectual, que tiende a descubrir estas riquezas, a especificar las diversas
posibilidades de utilización por parte del hombre y para el hombre, nos hace
ver que todo esto, que en la obra entera de producción económica procede del
hombre, ya sea el trabajo como el conjunto de los medios de producción y la
técnica relacionada con éstos (es decir, la capacidad de usar estos medios en
el trabajo), supone estas riquezas y recursos del mundo visible,que el
hombre encuentra, pero no crea. Él los encuentra, en cierto modo, ya
dispuestos, preparados para el descubrimiento intelectual y para la utilización
correcta en el proceso productor. En cada fase del desarrollo de su trabajo, el
hombre se encuentra ante el hecho de la principaldonación por parte
de la «naturaleza», y en definitiva por parte del Creador. En
el comienzo mismo del trabajo humano se encuentra el misterio de la creación.
Esta afirmación ya indicada como punto de partida, constituye el hilo conductor
de este documento, y se desarrollará posteriormente en la última parte de las
presentes reflexiones.
La consideración sucesiva del mismo problema debe confirmarnos en la
convicción de la prioridad del trabajo humano sobre lo que, en
el transcurso del tiempo, se ha solido llamar «capital». En
efecto, si en el ámbito de este último concepto entran, además de los recursos
de la naturaleza puestos a disposición del hombre, también el conjunto de
medios, con los cuales el hombre se apropia de ellos, transformándolos según
sus necesidades (y de este modo, en algún sentido, «humanizándolos»), entonces
se debe constatar aquí que el conjunto de medios es fruto del
patrimonio histórico del trabajo humano. Todos los medios de
producción, desde los más primitivos hasta los ultramodernos, han sido
elaborados gradualmente por el hombre: por la experiencia y la inteligencia del
hombre. De este modo, han surgido no sólo los instrumentos más sencillos que
sirven para el cultivo de la tierra, sino también —con un progreso adecuado de
la ciencia y de la técnica— los más modernos y complejos: las máquinas, las
fábricas, los laboratorios y las computadoras. Así, todo lo que sirve
al trabajo, todo lo que constituye —en el estado actual de la técnica—
su «instrumento» cada vez más perfeccionado, es fruto del trabajo.
Este gigantesco y poderoso instrumento —el conjunto de los medios de
producción, que son considerados, en un cierto sentido, como sinónimo de
«capital»— , ha nacido del trabajo y lleva consigo las señales del trabajo
humano. En el presente grado de avance de la técnica, el hombre, que es el sujeto
del trabajo, queriendo servirse del conjunto de instrumentos modernos, o sea de
los medios de producción, debe antes asimilar a nivel de conocimiento el fruto
del trabajo de los hombres que han descubierto aquellos instrumentos, que los
han programado, construido y perfeccionado, y que siguen haciéndolo. La
capacidad de trabajo —es decir, de participación eficiente en el
proceso moderno de producción— exige una preparación cada vez
mayor y, ante todo, una instrucción adecuada. Está claro
obviamente que cada hombre que participa en el proceso de producción, incluso
en el caso de que realice sólo aquel tipo de trabajo para el cual son
necesarias una instrucción y especialización particulares, es sin embargo en
este proceso de producción el verdadero sujeto eficiente, mientras el conjunto
de los instrumentos, incluso el más perfecto en sí mismo, es sólo y
exclusivamente instrumento subordinado al trabajo del hombre.
Esta verdad, que pertenece al patrimonio estable de la doctrina de la
Iglesia, deber ser siempre destacada en relación con el problema del sistema de
trabajo, y también de todo el sistema socio-económico. Conviene subrayar y
poner de relieve la primacía del hombre en el proceso de producción, la
primacía del hombre respecto de las cosas. Todo lo que está contenido
en el concepto de «capital» —en sentido restringido— es solamente un conjunto
de cosas. El hombre como sujeto del trabajo, e independientemente del trabajo
que realiza, el hombre, él solo, es una persona. Esta verdad contiene en sí consecuencias
importantes y decisivas.
13. Economismo y materialismo
Ante todo, a la luz de esta verdad, se ve claramente que no se puede
separar el «capital» del trabajo, y que de ningún modo se puede contraponer el
trabajo al capital ni el capital al trabajo, ni menos aún —como se dirá más
adelante— los hombres concretos, que están detrás de estos conceptos, los unos
a los otros. Justo, es decir, conforme a la esencia misma del problema; justo,
es decir, intrínsecamente verdadero y a su vez moralmente legítimo, puede ser
aquel sistema de trabajo que en su raíz supera la antinomia entre
trabajo y el capital, tratando de estructurarse según el principio
expuesto más arriba de la sustancial y efectiva prioridad del trabajo, de la
subjetividad del trabajo humano y de su participación eficiente en todo el
proceso de producción, y esto independientemente de la naturaleza de las
prestaciones realizadas por el trabajador.
La antinomia entre trabajo y capital no tiene su origen en la estructura
del mismo proceso de producción, y ni siquiera en la del proceso económico en
general. Tal proceso demuestra en efecto la compenetración recíproca entre el
trabajo y lo que estamos acostumbrados a llamar el capital; demuestra su
vinculación indisoluble. El hombre, trabajando en cualquier puesto de trabajo,
ya sea éste relativamente primitivo o bien ultramoderno, puede darse cuenta
fácilmente de que con su trabajo entra en un doble patrimonio, es
decir, en el patrimonio de lo que ha sido dado a todos los hombres con los
recursos de la naturaleza y de lo que los demás ya han elaborado anteriormente
sobre la base de estos recursos, ante todo desarrollando la técnica, es decir,
formando un conjunto de instrumentos de trabajo, cada vez más perfectos: el
hombre, trabajando, al mismo tiempo «reemplaza en el trabajo a los demás».21 Aceptamos
sin dificultad dicha imagen del campo y del proceso del trabajo humano, guiados
por la inteligencia o por la fe que recibe la luz de la Palabra de Dios. Esta
es una imagen coherente, teológica y al mismo tiempo humanística. El
hombre es en ella el «señor» de las criaturas, que están puestas a su
disposición en el mundo visible. Si en el proceso del trabajo se descubre
alguna dependencia, ésta es la dependencia del Dador de todos los recursos de
la creación, y es a su vez la dependencia de los demás hombres, a cuyo trabajo
y a cuyas iniciativas debemos las ya perfeccionadas y ampliadas posibilidades
de nuestro trabajo. De todo esto que en el proceso de producción constituye un
conjunto de «cosas», de los instrumentos, del capital, podemos solamente
afirmar que condiciona el trabajo del hombre; no podemos, en
cambio, afirmar que ello constituya casi el «sujeto» anónimo que hace
dependiente al hombre y su trabajo.
La ruptura de esta imagen coherente, en la que se
salvaguarda estrechamente el principio de la primacía de la persona sobre las
cosas, ha tenido lugar en la mente humana, alguna vez, después
de un largo período de incubación en la vida práctica. Se ha realizado de modo
tal que el trabajo ha sido separado del capital y contrapuesto al capital, y el
capital contrapuesto al trabajo, casi como dos fuerzas anónimas, dos factores
de producción colocados juntos en la misma perspectiva «economística». En tal
planteamiento del problema había un error fundamental, que se puede llamar
el error del economismo, si se considera el trabajo humano
exclusivamente según su finalidad económica. Se puede también y se debe llamar
este error fundamental del pensamiento un error del materialismo, en
cuanto que el economismo incluye, directa o indirectamente, la convicción de la
primacía y de la superioridad de lo que es material, mientras por otra parte el
economismo sitúa lo que es espiritual y personal (la acción del hombre, los
valores morales y similares) directa o indirectamente, en una posición
subordinada a la realidad material. Esto no es todavía el materialismo
teórico en el pleno sentido de la palabra; pero es ya
ciertamente materialismo práctico, el cual, no tanto por las
premisas derivadas de la teoría materialista, cuanto por un determinado modo de
valorar, es decir, de una cierta jerarquía de los bienes, basada sobre la
inmediata y mayor atracción de lo que es material, es considerado capaz de
apagar las necesidades del hombre.
El error de pensar según las categorías del economismo ha avanzado al
mismo tiempo que surgía la filosofía materialista y se desarrollaba esta
filosofía desde la fase más elemental y común (llamada también materialismo
vulgar, porque pretende reducir la realidad espiritual a un fenómeno superfluo)
hasta la fase del llamado materialismo dialéctico. Sin embargo parece que —en
el marco de las presentes consideraciones— , para el problema fundamental del
trabajo humano y, en particular, para la separación y contraposición entre
«trabajo» y «capital», como entre dos factores de la producción considerados en
aquella perspectiva «economística» dicha anteriormente, el economismo
haya tenido una importancia decisiva y haya influido precisamente
sobre tal planteamiento no humanístico de este problema antes del sistema
filosófico materialista. No obstante es evidente que el materialismo, incluso
en su forma dialéctica, no es capaz de ofrecer a la reflexión sobre el trabajo
humano bases suficientes y definitivas, para que la primacía del hombre sobre
el instrumento-capital, la primacía de la persona sobre las cosas, pueda
encontrar en él una adecuada e irrefutable verificación y apoyo. También
en el materialismo dialéctico el hombre no es ante todo sujeto del trabajo y
causa eficiente del proceso de producción, sino que es entendido y tratado como
dependiendo de lo que es material, como una especie de «resultante» de las relaciones
económicas y de producción predominantes en una determinada época.
Evidentemente la antinomia entre trabajo y capital considerada aquí
—la antinomia en cuyo marco el trabajo ha sido
separado del capital y contrapuesto al mismo, en un cierto sentido ónticamente
como si fuera un elemento cualquiera del proceso económico— inicia no sólo en
la filosofía y en las teorías económicas del siglo XVIII sino mucho más todavía
en toda la praxis económico-social de aquel tiempo, que era el de la
industrialización que nacía y se desarrollaba precipitadamente, en la cual se
descubría en primer lugar la posibilidad de acrecentar mayormente las riquezas
materiales, es decir los medios, pero se perdía de vista el fin, o sea el
hombre, al cual estos medios deben servir. Precisamente este error práctico
ha perjudicado ante todo al trabajo humano, al hombre
del trabajo, y ha causado la reacción social éticamente justa, de la que se
ha hablado anteriormente. El mismo error, que ya tiene su determinado aspecto
histórico, relacionado con el período del primitivo capitalismo y liberalismo,
puede sin embargo repetirse en otras circunstancias de tiempo y lugar, si se
parte, en el pensar, de las mismas premisas tanto teóricas como prácticas. No
se ve otra posibilidad de una superación radical de este error, si no
intervienen cambios adecuados tanto en el campo de la teoría, como en el de la
práctica, cambios que van en la línea de la decisiva convicción de la
primacía de la persona sobre las cosas, del trabajo del hombre sobre
el capital como conjunto de los medios de producción.
14. Trabajo y propiedad
El proceso histórico —presentado aquí brevemente— que ciertamente ha
salido de su fase inicial, pero que sigue en vigor, más aún que continúa
extendiéndose a las relaciones entre las naciones y los continentes, exige una
precisión también desde otro punto de vista. Es evidente que, cuando se habla
de la antinomia entre trabajo y capital, no se trata sólo de conceptos
abstractos o de «fuerzas anónimas», que actúan en la producción económica.
Detrás de uno y otro concepto están los hombres, los hombres vivos, concretos;
por una parte aquellos que realizan el trabajo sin ser propietarios de los
medios de producción, y por otra aquellos que hacen de empresarios y son los
propietarios de estos medios, o bien representan a los propietarios. Así pues,
en el conjunto de este difícil proceso histórico, desde el principio está
el problema de la propiedad.La Encíclica Rerum Novarum, que tiene como tema la
cuestión social, pone el acento también sobre este problema, recordando y
confirmando la doctrina de la Iglesia sobre la propiedad, sobre el derecho a la
propiedad privada, incluso cuando se trata de los medios de producción. Lo
mismo ha hecho la Encíclica Mater et Magistra.
El citado principio, tal y como se recordó entonces y como todavía es
enseñado por la Iglesia, se aparta radicalmente del programa
delcolectivismo, proclamado por el marxismo y realizado en diversos
Países del mundo en los decenios siguientes a la época de la Encíclica de León
XIII. Tal principio se diferencia al mismo tiempo, del programa del
capitalismo, practicado por el liberalismo y por los sistemas
políticos, que se refieren a él. En este segundo caso, la diferencia consiste
en el modo de entender el derecho mismo de propiedad. La tradición cristiana no
ha sostenido nunca este derecho como absoluto e intocable. Al contrario,
siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a
usar los bienes de la entera creación: el derecho a la propiedad
privada como subordinado al derecho al uso común, al
destino universal de los bienes.
Además, la propiedad según la enseñanza de la Iglesia nunca se ha
entendido de modo que pueda constituir un motivo de contraste social en el
trabajo. Como ya se ha recordado anteriormente en este mismo texto, la
propiedad se adquiere ante todo mediante el trabajo, para que ella sirva al
trabajo. Esto se refiere de modo especial a la propiedad de los medios de
producción. El considerarlos aisladamente como un conjunto de propiedades
separadas con el fin de contraponerlos en la forma del «capital» al «trabajo»,
y más aún realizar la explotación del trabajo, es contrario a la naturaleza
misma de estos medios y de su posesión. Estos no pueden ser poseídos
contra el trabajo, no pueden ser ni siquieraposeídos para
poseer, porque el único título legítimo para su posesión —y esto ya
sea en la forma de la propiedad privada, ya sea en la de la propiedad pública o
colectiva— es que sirvan al trabajo; consiguientemente que,
sirviendo al trabajo, hagan posible la realización del primer principio de
aquel orden, que es el destino universal de los bienes y el derecho a su uso
común. Desde ese punto de vista, pues, en consideración del trabajo humano y
del acceso común a los bienes destinados al hombre, tampoco conviene excluir
la socialización, en las condiciones oportunas, de ciertos
medios de producción. En el espacio de los decenios que nos separan de la
publicación de la Encíclica Rerum Novarum, la enseñanza de la
Iglesia siempre ha recordado todos estos principios, refiriéndose a los
argumentos formulados en la tradición mucho más antigua, por ejemplo, los
conocidos argumentos de la Summa Theologiae de Santo Tomás de
Aquino.22
En este documento, cuyo tema principal es el trabajo humano, es
conveniente corroborar todo el esfuerzo a través del cual la enseñanza de la
Iglesia acerca de la propiedad ha tratado y sigue tratando de asegurar la
primacía del trabajo y, por lo mismo, la subjetividad del
hombre en la vida social, especialmente en la estructura dinámica de
todo el proceso económico. Desde esta perspectiva, sigue siendo
inaceptable la postura del «rígido» capitalismo, que defiende el derecho
exclusivo a la propiedad privada de los medios de producción, como un «dogma»
intocable en la vida económica. El principio del respeto del trabajo, exige que
este derecho se someta a una revisión constructiva en la teoría y en la
práctica. En efecto, si es verdad que el capital, al igual que el conjunto de
los medios de producción, constituye a su vez el producto del trabajo de
generaciones, entonces no es menos verdad que ese capital se crea
incesantemente gracias al trabajo llevado a cabo con la ayuda de ese mismo
conjunto de medios de producción, que aparecen como un gran lugar de trabajo en
el que, día a día, pone su empeño la presente generación de trabajadores. Se
trata aquí, obviamente, de las distintas clases de trabajo, no sólo del llamado
trabajo manual, sino también del múltiple trabajo intelectual, desde el de
planificación al de dirección.
Bajo esta luz adquieren un significado de relieve particular las
numerosas propuestas hechas por expertos en la doctrina social católica y
también por el Supremo Magisterio de la Iglesia.23 Son propuestas que
se refieren a la copropiedad de los medios de trabajo, a la
participación de los trabajadores en la gestión y o en los beneficios de la
empresa, al llamado «accionariado» del trabajo y otras semejantes.
Independientemente de la posibilidad de aplicación concreta de estas diversas
propuestas, sigue siendo evidente que el reconocimiento de la justa posición
del trabajo y del hombre del trabajo dentro del proceso productivo exige varias
adaptaciones en el ámbito del mismo derecho a la propiedad de los medios de
producción; y esto teniendo en cuenta no sólo situaciones más antiguas, sino
también y ante todo la realidad y la problemática que se ha ido creando en la
segunda mitad de este siglo, en lo que concierne al llamado Tercer Mundo y a
los distintos nuevos Países independientes que han surgido, de manera especial
pero no únicamente en África, en lugar de los territorios coloniales de otros
tiempos.
Por consiguiente, si la posición del «rígido» capitalismo debe ser
sometida continuamente a revisión con vistas a una reforma bajo el aspecto de
los derechos del hombre, entendidos en el sentido más amplio y en conexión con
su trabajo, entonces se debe afirmar, bajo el mismo punto de vista, que estas
múltiples y tan deseadas reformas no pueden llevarse a cabo mediante la
eliminación apriorística de la propiedad privada de los medios de
producción. En efecto, hay que tener presente que la simple
substracción de esos medios de producción (el capital) de las manos de sus
propietarios privados, no es suficiente para socializarlos de modo
satisfactorio. Los medios de producción dejan de ser propiedad de un
determinado grupo social, o sea de propietarios privados, para pasar a ser
propiedad de la sociedad organizada, quedando sometidos a la administración y
al control directo de otro grupo de personas, es decir, de aquellas que, aunque
no tengan su propiedad por más que ejerzan el poder dentro de la
sociedad, disponen de ellos a escala de la entera economía
nacional, o bien de la economía local.
Este grupo dirigente y responsable puede cumplir su cometido de manera
satisfactoria desde el punto de vista de la primacía del trabajo; pero puede
cumplirlo mal, reivindicando para sí al mismo tiempo el monopolio de la
administración y disposición de los medios de producción, y no dando
marcha atrás ni siquiera ante la ofensa a los derechos fundamentales del
hombre. Así pues, el mero paso de los medios de producción a propiedad del
Estado, dentro del sistema colectivista, no equivale ciertamente a la
«socialización» de esta propiedad. Se puede hablar de socialización únicamente
cuando quede asegurada la subjetividad de la sociedad, es decir, cuando toda
persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno título a considerarse al
mismo tiempo «copropietario» de esa especie de gran taller de trabajo en el que
se compromete con todos. Un camino para conseguir esa meta podría ser la de
asociar, en cuanto sea posible, el trabajo a la propiedad del capital y dar
vida a una rica gama de cuerpos intermedios con finalidades económicas,
sociales, culturales: cuerpos que gocen de una autonomía efectiva respecto a
los poderes públicos, que persigan sus objetivos específicos manteniendo
relaciones de colaboración leal y mutua, con subordinación a las exigencias del
bien común y que ofrezcan forma y naturaleza de comunidades vivas; es decir,
que los miembros respectivos sean considerados y tratados como personas y sean
estimulados a tomar parte activa en la vida de dichas comunidades.24
15. Argumento «personalista»
Así pues el principio de la prioridad del trabajo respecto al capital es un postulado que
pertenece al orden de la moral social. Este postulado tiene importancia clave
tanto en un sistema basado sobre el principio de la propiedad privada de los
medios de producción, como en el sistema en que se haya limitado, incluso
radicalmente, la propiedad privada de estos medios. El trabajo, en cierto
sentido, es inseparable del capital, y no acepta de ningún modo aquella
antinomia, es decir, la separación y contraposición con relación a los medios
de producción, que han gravado sobre la vida humana en los últimos siglos, como
fruto de premisas únicamente económicas. Cuando el hombre trabaja, sirviéndose
del conjunto de los medios de producción, desea a la vez que los frutos de este
trabajo estén a su servicio y al de los demás y que en el proceso mismo del
trabajo tenga la posibilidad de aparecer como corresponsable y coartífice en el
puesto de trabajo, al cual está dedicado.
Nacen de ahí algunos derechos específicos de los trabajadores, que
corresponden a la obligación del trabajo. Se hablará de ellos más adelante.
Pero hay que subrayar ya aquí, en general, que el hombre que trabaja
desea no sólo la debida remuneración por su
trabajo, sino también que sea tomada en consideración, en el proceso mismo de
producción, la posibilidad de que él, a la vez que trabaja incluso en una
propiedad común, sea consciente de que está trabajando «en
algo propio». Esta conciencia se extingue en él dentro del sistema de
una excesiva centralización burocrática, donde el trabajador se siente
engranaje de un mecanismo movido desde arriba; se siente por una u otra razón
un simple instrumento de producción, más que un verdadero sujeto de trabajo
dotado de iniciativa propia. Las enseñanzas de la Iglesia han expresado siempre
la convicción firme y profunda de que el trabajo humano no mira únicamente a la
economía, sino que implica además y sobre todo, los valores personales. El
mismo sistema económico y el proceso de producción redundan en provecho propio,
cuando estos valores personales son plenamente respetados. Según el pensamiento
de Santo Tomás de Aquino,25 es
primordialmente esta razón la que atestigua en favor de la propiedad privada de
los mismos medios de producción. Si admitimos que algunos ponen fundados
reparos al principio de la propiedad privada— y en nuestro tiempo somos incluso
testigos de la introducción del sistema de la propiedad «socializada»— el argumento personalista
sin embargo no pierde su fuerza, ni a nivel de principios ni a
nivel práctico. Para ser racional y fructuosa, toda
socialización de los medios de producción debe tomar en consideración este
argumento. Hay que hacer todo lo posible para que el hombre, incluso dentro de
este sistema, pueda conservar la conciencia de trabajar en «algo propio». En
caso contrario, en todo el proceso económico surgen necesariamente daños
incalculables; daños no sólo económicos, sino ante todo daños para el hombre.
IV. DERECHOS DE LOS HOMBRES DEL TRABAJO
16. En el amplio contexto de los derechos humanos
Si el trabajo —en el múltiple sentido de esta palabra— es una
obligación, es decir, un deber, es también a la vez una fuente de derechos por
parte del trabajador. Estos derechos deben
ser examinados en el amplio contexto del conjunto de los derechos del
hombre que le son connaturales, muchos de los cuales son proclamados
por distintos organismos internacionales y garantizados cada vez más por los
Estados para sus propios ciudadanos. El respeto de este vasto conjunto de los
derechos del hombre, constituye la condición fundamental para la paz del mundo
contemporáneo: la paz, tanto dentro de los pueblos y de las sociedades como en
el campo de las relaciones internacionales, tal como se ha hecho notar ya en
muchas ocasiones por el Magisterio de la Iglesia especialmente desde los
tiempos de la Encíclica «Pacem in terris». Losderechos humanos que
brotan del trabajo, entran precisamente dentro del más amplio contexto
de los derechos fundamentales de la persona.
Sin embargo, en el ámbito de este contexto, tienen un carácter peculiar
que corresponde a la naturaleza específica del trabajo humano anteriormente
delineada; y precisamente hay que considerarlos según este carácter. El trabajo
es, como queda dicho, una obligación, es decir,un deber del
hombre y esto en el múltiple sentido de esta palabra. El
hombre debe trabajar bien sea por el hecho de que el Creador lo ha ordenado,
bien sea por el hecho de su propia humanidad, cuyo mantenimiento y desarrollo
exigen el trabajo. El hombre debe trabajar por respeto al prójimo,
especialmente por respeto a la propia familia, pero también a la sociedad a la
que pertenece, a la nación de la que es hijo o hija, a la entera familia humana
de la que es miembro, ya que es heredero del trabajo de generaciones y al mismo
tiempo coartífice del futuro de aquellos que vendrán después de él con el
sucederse de la historia. Todo esto constituye la obligación moral del trabajo,
entendido en su más amplia acepción. Cuando haya que considerar los derechos
morales de todo hombre respecto al trabajo, correspondientes a esta obligación,
habrá que tener siempre presente el entero y amplio radio de referencias en que
se manifiesta el trabajo de cada sujeto trabajador.
En efecto, hablando de la obligación del trabajo y de los derechos del
trabajador, correspondientes a esta obligación, tenemos presente, ante todo, la
relación entre el empresario —directo e indirecto— y el mismo
trabajador.
La distinción entre empresario directo e indirecto parece ser muy
importante en consideración de la organización real del trabajo y de la
posibilidad de instaurar relaciones justas o injustas en el sector del trabajo.
Si el empresario directo es la persona o la
institución, con la que el trabajador estipula directamente el contrato de
trabajo según determinadas condiciones, como empresario indirecto se
deben entender muchos factores diferenciados, además del empresario directo,
que ejercen un determinado influjo sobre el modo en que se da forma bien sea al
contrato de trabajo, bien sea, en consecuencia, a las relaciones más o menos
justas en el sector del trabajo humano.
17. Empresario: «indirecto» y «directo»
En el concepto de empresario indirecto entran tanto las personas como
las instituciones de diverso tipo, así como también los contratos colectivos de
trabajo y los principios de comportamiento, establecidos por
estas personas e instituciones, que determinan todo el sistema socio-económico
o que derivan de él. El concepto de empresario indirecto implica así muchos y
variados elementos. La responsabilidad del empresario indirecto es distinta de
la del empresario directo, como lo indica la misma palabra: la responsabilidad
es menos directa; pero sigue siendo verdadera responsabilidad: el empresario
indirecto determina sustancialmente uno u otro aspecto de la relación de
trabajo y condiciona de este modo el comportamiento del empresario directo cuando
este último determina concretamente el contrato y las relaciones laborales.
Esta constatación no tiene como finalidad la de eximir a este último de su
propia responsabilidad sino únicamente la de llamar la atención sobre todo el
entramado de condicionamientos que influyen en su comportamiento. Cuando se
trata de determinar una política laboral correcta desde el punto de
vista ético hay que tener presentes todos estos condicionamientos. Tal
política es correcta cuando los derechos objetivos del hombre del trabajo son
plenamente respetados.
El concepto de empresario indirecto se puede aplicar a toda sociedad y,
en primer lugar, al Estado. En efecto, es el Estado el que debe realizar una
política laboral justa. No obstante es sabido que, dentro del sistema actual de
relaciones económicas en el mundo, se dan entre los Estadosmúltiples conexiones que
tienen su expresión, por ejemplo, en los procesos de importación y exportación,
es decir, en el intercambio recíproco de los bienes económicos, ya sean materias
primas o a medio elaborar o bien productos industriales elaborados. Estas
relaciones crean a su vezdependencias recíprocas y,
consiguientemente, sería difícil hablar de plena autosuficiencia, es decir, de
autarquía, por lo que se refiere a qualquier Estado, aunque sea el más poderoso
en sentido económico.
Tal sistema de dependencias recíprocas, es normal en sí mismo; sin
embargo, puede convertirse fácilmente en ocasión para diversas formas de
explotación o de injusticia, y de este modo influir en la política laboral de
los Estados y en última instancia sobre el trabajador que es el sujeto propio
del trabajo. Por ejemplo, los Países altamente industrializados y,
más aún, las empresas que dirigen a gran escala los medios de producción
industrial (las llamadas sociedades multinacionales o transnacionales), ponen
precios lo más alto posibles para sus productos, mientras procuran establecer
precios lo más bajo posibles para las materias primas o a medio elaborar, lo
cual entre otras causas tiene como resultado una desproporción cada vez mayor
entre los réditos nacionales de los respectivos Países. La distancia entre la
mayor parte de los Países ricos y los Países más pobres no disminuye ni se
nivela, sino que aumenta cada vez más, obviamente en perjuicio de estos
últimos. Es claro que esto no puede menos de influir sobre la política local y
laboral, y sobre la situación del hombre del trabajo en las sociedades
económicamente menos avanzadas. El empresario directo, inmerso en concreto en
un sistema de condicionamientos, fija las condiciones laborales por debajo de
las exigencias objetivas de los trabajadores, especialmente si quiere sacar
beneficios lo más alto posibles de la empresa que él dirige (o de las empresas
que dirige, cuando se trata de una situación de propiedad «socializada» de los
medios de producción).
Este cuadro de dependencias, relativas al concepto de empresario
indirecto —como puede fácilmente deducirse— es enormemente vasto y complicado.
Para definirlo hay que tomar en consideración, en cierto sentido, el conjunto de
elementos decisivos para la vida económica en la configuración de una
determinada sociedad y Estado; pero, al mismo tiempo, han de tenerse
también en cuenta conexiones y dependencias mucho más amplias. Sin embargo, la
realización de los derechos del hombre del trabajo no puede estar condenada a
constituir solamente un derivado de los sistemas económicos, los cuales, a
escala más amplia o más restringida, se dejen guiar sobre todo por el criterio
del máximo beneficio. Al contrario, es precisamente la consideración de los
derechos objetivos del hombre del trabajo —de todo tipo de trabajador: manual,
intelectual, industrial, agrícola, etc.— lo que debe constituir el criterio
adecuado y fundamental para la formación de toda la economía, bien sea en la
dimensión de toda sociedad y de todo Estado, bien sea en el conjunto de la
política económica mundial, así como de los sistemas y relaciones
internacionales que de ella derivan.
En esta dirección deberían ejercer su influencia todas las Organizaciones
Internacionales llamadas a ello, comenzando por la Organización de las
Naciones Unidas. Parece que la Organización Mundial del trabajo (OIT), la
Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO)
y otras tienen que ofrecer aún nuevas aportaciones particularmente en este
sentido. En el ámbito de los Estados existen ministerios o dicasterios
del poder público y también diversos Organismos sociales instituidos
para este fin. Todo esto indica eficazmente cuánta importancia tiene— como se
ha dicho anteriormente —el empresario indirecto en la realización del pleno
respeto de los derechos del hombre del trabajo, dado que los derechos de la
persona humana constituyen el elemento clave de todo el orden moral social.
18. El problema del empleo
Considerando los derechos de los hombres del trabajo, precisamente en
relación con este «empresario indirecto», es decir, con el conjunto de las
instancias a escala nacional e internacional responsables de todo el
ordenamiento de la política laboral, se debe prestar atención en primer lugar a
un problema fundamental. Se trata del problema de conseguir
trabajo, en otras palabras, del problema de encontrar un empleo
adecuado para todos los sujetos capaces de él. Lo contrario de una
situación justa y correcta en este sector es el desempleo, es decir, la falta
de puestos de trabajo para los sujetos capacitados. Puede ser que se trate de
falta de empleo en general, o también en determinados sectores de trabajo. El
cometido de estas instancias, comprendidas aquí bajo el nombre de empresario
indirecto, es el de actuar contra el desempleo, el cual es en
todo caso un mal y que, cuando asume ciertas dimensiones, puede convertirse en
una verdadera calamidad social. Se convierte en problema particularmente doloroso,
cuando los afectados son principalmente los jóvenes, quienes, después de
haberse preparado mediante una adecuada formación cultural, técnica y
profesional, no logran encontrar un puesto de trabajo y ven así frustradas con
pena su sincera voluntad de trabajar y su disponibilidad a asumir la propia
responsabilidad para el desarrollo económico y social de la comunidad. La
obligación de prestar subsidio a favor de los desocupados, es decir, el deber
de otorgar las convenientes subvenciones indispensables para la subsistencia de
los trabajadores desocupados y de sus familias es una obligación que brota del
principio fundamental del orden moral en este campo, esto es, del principio del
uso común de los bienes o, para hablar de manera aún más sencilla, del derecho
a la vida y a la subsistencia.
Para salir al paso del peligro del desempleo, para asegurar empleo a
todos, las instancias que han sido definidas aquí como «empresario indirecto»
deben proveer a una planificación global, con referencia a esa
disponibilidad de trabajo diferenciado, donde se forma la vida no solo
económica sino también cultural de una determinada sociedad; deben prestar
atención además a la organización correcta y racional de tal disponibilidad de
trabajo. Esta solicitud global carga en definitiva sobre las espaldas del
Estado, pero no puede significar una centralización llevada a cabo
unilateralmente por los poderes públicos. Se trata en cambio de una coordinación, justa
y racional, en cuyo marco debe sergarantizada la iniciativa de las
personas, de los grupos libres, de los centros y complejos locales de trabajo,
teniendo en cuenta lo que se ha dicho anteriormente acerca del carácter
subjetivo del trabajo humano.
El hecho de la recíproca dependencia de las sociedades y Estados, y la
necesidad de colaborar en diversos sectores requieren que, manteniendo los
derechos soberanos de todos y cada uno en el campo de la planificación y de la
organización del trabajo dentro de la propia sociedad, se actúe al mismo tiempo
en este sector importante, en el marco de la colaboración
internacional mediante los necesarios tratados y acuerdos. También en
esto es necesario que el criterio a seguir en estos pactos y acuerdos sea cada
vez más el trabajo humano, entendido como un derecho fundamental de todos los
hombres, el trabajo que da análogos derechos a todos los que trabajan, de
manera que el nivel de vida de los trabajadores en las sociedades
presente cada vez menos esas irritantes diferencias que son
injustas y aptas para provocar incluso violentas reacciones. Las Organizaciones
Internacionales tienen un gran cometido a desarrollar en este campo. Es
necesario que se dejen guiar por un diagnóstico exacto de las complejas
situaciones y de los condicionamientos naturales, históricos, civiles, etc.; es
necesario además que tengan, en relación con los planes de acción establecidos
conjuntamente, mayor operatividad, es decir, eficacia en cuanto a la
realización.
En este sentido se puede realizar el plan de un progreso universal y
proporcionado para todos, siguiendo el hilo conductor de la Encíclica de Pablo
VI Populorum Progressio. Es necesario
subrayar que el elemento constitutivo y a su vez la verificación más
adecuada de este progreso en el espíritu de justicia y paz, que la Iglesia
proclama y por el que no cesa de orar al Padre de todos los hombres y de todos
los pueblos, es precisamente la continua revalorización del trabajo
humano, tanto bajo el aspecto de su finalidad objetiva, como bajo el
aspecto de la dignidad del sujeto de todo trabajo, que es el hombre. El
progreso en cuestión debe llevarse a cabo mediante el hombre y por el hombre y
debe producir frutos en el hombre. Una verificación del progreso será el
reconocimiento cada vez más maduro de la finalidad del trabajo y el respeto
cada vez más universal de los derechos inherentes a él en conformidad con la
dignidad del hombre, sujeto del trabajo.
Una planificación razonable y una organización adecuada del trabajo
humano, a medida de las sociedades y de los Estados, deberían facilitar a su
vez el descubrimiento de las justas proporciones entre los diversos tipos de
empleo: el trabajo de la tierra, de la industria, en sus múltiples servicios, el
trabajo de planificación y también el científico o artístico, según las
capacidades de los individuos y con vistas al bien común de toda sociedad y de
la humanidad entera. A la organización de la vida humana según las múltiples
posibilidades laborales debería corresponder un adecuado sistema de
instrucción y educación que tenga como principal finalidad el
desarrollo de una humanidad madura y una preparación específica para ocupar con
provecho un puesto adecuado en el grande y socialmente diferenciado mundo del
trabajo.
Echando una mirada sobre la familia humana entera, esparcida por la
tierra, no se puede menos de quedar impresionados ante un hecho
desconcertante de grandes proporciones, es decir, el hecho de que,
mientras por una parte siguen sin utilizarse conspicuos recursos de la
naturaleza, existen por otra grupos enteros de desocupados o subocupados y un
sinfín de multitudes hambrientas: un hecho que atestigua sin duda el que,
dentro de las comunidades políticas como en las relaciones existentes entre
ellas a nivel continental y mundial —en lo concerniente a la organización del
trabajo y del empleo— hay algo que no funciona y concretamente en los puntos
más críticos y de mayor relieve social.
19. Salario y otras prestaciones sociales
Una vez delineado el importante cometido que tiene el compromiso de dar
un empleo a todos los trabajadores, con vistas a garantizar el respeto de los
derechos inalienables del hombre en relación con su trabajo, conviene
referirnos más concretamente a estos derechos, los cuales, en definitiva,
surgen de la relación entre el trabajador y el empresario
directo. Todo cuanto se ha dicho anteriormente sobre el tema del
empresario indirecto tiene como finalidad señalar con mayor precisión estas
relaciones mediante la expresión de los múltiples condicionamientos en que
indirectamente se configuran. No obstante, esta consideración no tiene un
significado puramente descriptivo; no es un tratado breve de economía o de
política. Se trata de poner en evidencia el aspecto deontológico y moral. El
problema-clave de la ética social es el de la justa remuneraciónpor
el trabajo realizado. No existe en el contexto actual otro modo mejor para
cumplir la justicia en las relaciones trabajador-empresario que el constituido
precisamente por la remuneración del trabajo. Independientemente del hecho de
que este trabajo se lleve a efecto dentro del sistema de la propiedad privada
de los medios de producción o en un sistema en que esta propiedad haya sufrido
una especie de «socialización», la relación entre el empresario (principalmente
directo) y el trabajador se resuelve en base al salario: es decir, mediante la
justa remuneración del trabajo realizado.
Hay que subrayar también que la justicia de un sistema socio-económico
y, en todo caso, su justo funcionamiento merecen en definitiva ser valorados
según el modo como se remunera justamente el trabajo humano dentro de tal
sistema. A este respecto volvemos de nuevo al primer principio de todo el
ordenamiento ético-social: el principio del uso común de los bienes. En
todo sistema que no tenga en cuenta las relaciones fundamentales existentes
entre el capital y el trabajo, el salario, es decir, la remuneración
del trabajo, sigue siendo una vía concreta, a través
de la cual la gran mayoría de los hombres puede acceder a los bienes que están
destinados al uso común: tanto los bienes de la naturaleza como los que son
fruto de la producción. Los unos y los otros se hacen accesibles al hombre del
trabajo gracias al salario que recibe como remuneración por su trabajo. De aquí
que, precisamente el salario justo se convierta en todo caso en la verificación
concreta de la justicia de todo el sistema socio-económico y, de todos
modos, de su justo funcionamiento. No es esta la única verificación, pero es
particularmente importante y es en cierto sentido la verificación-clave.
Tal verificación afecta sobre todo a la familia. Una justa remuneración
por el trabajo de la persona adulta que tiene responsabilidades de familia es
la que sea suficiente para fundar y mantener dignamente una familia y asegurar
su futuro. Tal remuneración puede hacerse bien sea mediante el llamado salario
familiar —es decir, un salario único dado al cabeza de familia por su
trabajo y que sea suficiente para las necesidades de la familia sin necesidad de
hacer asumir a la esposa un trabajo retribuido fuera de casa— bien sea mediante
otras medidas sociales, como subsidios familiares o ayudas a
la madre que se dedica exclusivamente a la familia, ayudas que deben
corresponder a las necesidades efectivas, es decir, al número de personas a su
cargo durante todo el tiempo en que no estén en condiciones de asumirse
dignamente la responsabilidad de la propia vida.
La experiencia confirma que hay que esforzarse por la revalorización
social de las funciones maternas, de la fatiga unida a ellas y de la
necesidad que tienen los hijos de cuidado, de amor y de afecto para poderse
desarrollar como personas responsables, moral y religiosamente maduras y
sicológicamente equilibradas. Será un honor para la sociedad hacer posible a la
madre —sin obstaculizar su libertad, sin discriminación sicológica o práctica,
sin dejarle en inferioridad ante sus compañeras— dedicarse al cuidado y a la
educación de los hijos, según las necesidades diferenciadas de la edad. El
abandono obligado de tales tareas, por una ganancia retribuida fuera de casa,
es incorrecto desde el punto de vista del bien de la sociedad y de la familia
cuando contradice o hace difícil tales cometidos primarios de la misión
materna.26
En este contexto se debe subrayar que, del modo más general, hay que
organizar y adaptar todo el proceso laboral de manera que sean respetadas las
exigencias de la persona y sus formas de vida, sobre todo de su vida doméstica,
teniendo en cuenta la edad y el sexo de cada uno. Es un hecho que en muchas
sociedades las mujeres trabajan en casi todos los sectores de la vida. Pero es
conveniente que ellas puedan desarrollar plenamente sus funciones según
la propia índole, sin discriminaciones y sin exclusión de los empleos
para los que están capacitadas, pero sin al mismo tiempo perjudicar sus
aspiraciones familiares y el papel específico que les compete para contribuir
al bien de la sociedad junto con el hombre. La verdadera promoción de
la mujer exige que el trabajo se estructure de manera que no deba
pagar su promoción con el abandono del carácter específico propio y en
perjuicio de la familia en la que como madre tiene un papel insustituible.
Además del salario, aquí entran en juego algunas otras
prestaciones sociales que tienen por finalidad la de asegurar la vida
y la salud de los trabajadores y de su familia. Los gastos relativos a la
necesidad de cuidar la salud, especialmente en caso de accidentes de trabajo,
exigen que el trabajador tenga fácil acceso a la asistencia sanitaria y esto,
en cuanto sea posible, a bajo costo e incluso gratuitamente. Otro sector
relativo a las prestaciones es el vinculado con el derecho al
descanso; se trata ante todo de regular el descanso semanal, que
comprenda al menos el domingo y además un reposo más largo, es decir, las
llamadas vacaciones una vez al año o eventualmente varias veces por períodos
más breves. En fin, se trata del derecho a la pensión, al seguro de vejez y en
caso de accidentes relacionados con la prestación laboral. En el ámbito de
estos derechos principales, se desarrolla todo un sistema de derechos
particulares que, junto con la remuneración por el trabajo, deciden el correcto
planteamiento de las relaciones entre el trabajador y el empresario. Entre
estos derechos hay que tener siempre presente el derecho a ambientes de trabajo
y a procesos productivos que no comporten perjuicio a la salud física de los
trabajadores y no dañen su integridad moral.
20. Importancia de los sindicatos
Sobre la base de todos estos derechos, junto con la necesidad de
asegurarlos por parte de los mismos trabajadores, brota aún otro derecho, es
decir, el derecho a asociarse; esto es, a formar asociaciones
o uniones que tengan como finalidad la defensa de los intereses vitales de los
hombres empleados en las diversas profesiones. Estas uniones llevan el nombre
de sindicatos. Los intereses vitales de los hombres del
trabajo son hasta un cierto punto comunes a todos; pero al mismo tiempo, todo
tipo de trabajo, toda profesión posee un carácter específico que en estas
organizaciones debería encontrar su propio reflejo particular.
Los sindicatos tienen su origen, de algún modo, en las corporaciones
artesanas medievales, en cuanto que estas organizaciones unían entre sí a
hombres pertenecientes a la misma profesión y por consiguiente en base
al trabajo que realizaban. Pero al mismo tiempo, los sindicatos se
diferencian de las corporaciones en este punto esencial: los sindicatos
modernos han crecido sobre la base de la lucha de los trabajadores, del mundo
del trabajo y ante todo de los trabajadores industriales para la tutela
de sus justos derechos frente a los empresarios y a los
propietarios de los medios de producción. La defensa de los intereses
existenciales de los trabajadores en todos los sectores, en que entran en juego
sus derechos, constituye el cometido de los sindicatos. La experiencia
histórica enseña que las organizaciones de este tipo son un elemento
indispensable de la vida social, especialmente en las sociedades
modernas industrializadas. Esto evidentemente no significa que solamente los
trabajadores de la industria puedan instituir asociaciones de este tipo. Los
representantes de cada profesión pueden servirse de ellas para asegurar sus
respectivos derechos. Existen pues los sindicatos de los agricultores y de los
trabajadores del sector intelectual, existen además las uniones de empresarios.
Todos, como ya se ha dicho, se dividen en sucesivos grupos o subgrupos, según
las particulares especializaciones profesionales.
La doctrina social católica no considera que los sindicatos constituyan
únicamente el reflejo de la estructura de «clase» de la sociedad y que sean el
exponente de la lucha de clase que gobierna inevitablemente la vida social. Sí,
son un exponente de la lucha por la justicia social, por los
justos derechos de los hombres del trabajo según las distintas profesiones. Sin
embargo, esta «lucha» debe ser vista como una dedicación normal «en favor» del
justo bien: en este caso, por el bien que corresponde a las necesidades y a los
méritos de los hombres del trabajo asociados por profesiones; pero no
es una lucha «contra» los demás. Si en las cuestiones controvertidas
asume también un carácter de oposición a los demás, esto sucede en
consideración del bien de la justicia social; y no por «la lucha» o por
eliminar al adversario. El trabajo tiene como característica propia que, antes
que nada, une a los hombres y en esto consiste su fuerza social: la fuerza de
construir una comunidad. En definitiva, en esta comunidad deben unirse de algún
modo tanto los que trabajan como los que disponen de los medios de producción o
son sus propietarios. A la luz de esta fundamental estructura de todo
trabajo —a la luz del hecho de que en definitiva en todo sistema social el
«trabajo» y el «capital» son los componentes indispensables del proceso de
producción— la unión de los hombres para asegurarse los derechos que les
corresponden, nacida de la necesidad del trabajo, sigue siendo un factor
constructivo de orden social y de solidaridad, del
que no es posible prescindir.
Los justos esfuerzos por asegurar los derechos de los trabajadores,
unidos por la misma profesión, deben tener siempre en cuenta las limitaciones
que impone la situación económica general del país. Las exigencias sindicales
no pueden transformarse en una especie de«egoísmo» de grupo o de
clase, por más que puedan y deban tender también a corregir —con miras
al bien común de toda la sociedad— incluso todo lo que es defectuoso en el
sistema de propiedad de los medios de producción o en el modo de administrarlos
o de disponer de ellos. La vida social y económico-social es ciertamente como
un sistema de «vasos comunicantes», y a este sistema debe también adaptarse
toda actividad social que tenga como finalidad salvaguardar los derechos de los
grupos particulares.
En este sentido la actividad de los sindicatos entra indudablemente en
el campo de la «política», entendida ésta como una prudente
solicitud por el bien común. Pero al mismo tiempo, el cometido de los
sindicatos no es «hacer política» en el sentido que se da hoy comúnmente a esta
expresión. Los sindicatos no tienen carácter de «partidos políticos» que luchan
por el poder y no deberían ni siquiera ser sometidos a las decisiones de los
partidos políticos o tener vínculos demasiado estrechos con ellos. En efecto,
en tal situación ellos pierden fácilmente el contacto con lo que es su cometido
específico, que es el de asegurar los justos derechos de los hombres del
trabajo en el marco del bien común de la sociedad entera y se convierten en
cambio en un instrumento para otras finalidades.
Hablando de la tutela de los justos derechos de los hombres del trabajo,
según sus profesiones, es necesario naturalmente tener siempre presente lo que
decide acerca del carácter subjetivo del trabajo en toda profesión, pero al
mismo tiempo, o antes que nada, lo que condiciona la dignidad propia del sujeto
del trabajo. Se abren aquí múltiples posibilidades en la actuación de las
organizaciones sindicales y esto incluso en su empeño de carácter
instructivo, educativo y de promoción de la autoeducación. Es
benemérita la labor de las escuelas, de las llamadas «universidades laborales»
o «populares», de los programas y cursos de formación, que han desarrollado y
siguen desarrollando precisamente este campo de actividad. Se debe siempre
desear que, gracias a la obra de sus sindicatos, el trabajador pueda no solo
«tener» más, sino ante todo «ser» más: es decir pueda realizar más plenamente
su humanidad en todos los aspectos.
Actuando en favor de los justos derechos de sus miembros, los sindicatos
se sirven también del método de la «huelga», es decir, del
bloqueo del trabajo, como de una especie de ultimátum dirigido a los órganos
competentes y sobre todo a los empresarios. Este es un método reconocido por la
doctrina social católica como legítimo en las debidas condiciones y en los
justos límites. En relación con esto los trabajadores deberían tener asegurado el derecho
a la huelga, sin sufrir sanciones penales personales por participar en
ella. Admitiendo que es un medio legítimo, se debe subrayar al mismo tiempo que
la huelga sigue siendo, en cierto sentido, un medio extremo. No se
puede abusar de él; no se puede abusar de él especialmente en función
de los «juegos políticos». Por lo demás, no se puede jamás olvidar que cuando
se trata de servicios esenciales para la convivencia civil, éstos han de
asegurarse en todo caso mediante medidas legales apropiadas, si es necesario.
El abuso de la huelga puede conducir a la paralización de toda la vida
socio-económica, y esto es contrario a las exigencias del bien común de la
sociedad, que corresponde también a la naturaleza bien entendida del trabajo
mismo.
21. Dignidad del trabajo agrícola
Todo cuanto se ha dicho precedentemente sobre la dignidad del trabajo,
sobre la dimensión objetiva y subjetiva del trabajo del hombre, tiene
aplicación directa en el problema del trabajo agrícola y en la situación del
hombre que cultiva la tierra en el duro trabajo de los campos. En efecto, se
trata de un sector muy amplio del ambiente de trabajo de nuestro planeta, no
circunscrito a uno u otro continente, no limitado a las sociedades que han
conseguido ya un determinado grado de desarrollo y de progreso. El mundo
agrícola, que ofrece a la sociedad los bienes necesarios para su sustento
diario, reviste una importancia fundamental. Las condiciones
del mundo rural y del trabajo agrícola no son iguales en todas partes, y es
diversa la posición social de los agricultores en los distintos Países. Esto no
depende únicamente del grado de desarrollo de la técnica agrícola sino también,
y quizá más aún, del reconocimiento de los justos derechos de los trabajadores
agrícolas y, finalmente, del nivel de conciencia respecto a toda la ética
social del trabajo.
El trabajo del campo conoce no leves dificultades, tales como el
esfuerzo físico continuo y a veces extenuante, la escasa estima en que está
considerado socialmente hasta el punto de crear entre los hombres de la
agricultura el sentimiento de ser socialmente unos marginados, hasta acelerar
en ellos el fenómeno de la fuga masiva del campo a la ciudad y desgraciadamente
hacia condiciones de vida todavía más deshumanizadoras. Se añada a esto la falta
de una adecuada formación profesional y de medios apropiados, un determinado
individualismo sinuoso, y además situaciones objetivamente
injustas. En algunos Países en vía de desarrollo, millones de hombres
se ven obligados a cultivar las tierras de otros y son explotados por los
latifundistas, sin la esperanza de llegar un día a la posesión ni siquiera de
un pedazo mínimo de tierra en propiedad. Faltan formas de tutela legal para la
persona del trabajador agrícola y su familia en caso de vejez, de enfermedad o
de falta de trabajo. Largas jornadas de pesado trabajo físico son pagadas
miserablemente. Tierras cultivables son abandonadas por sus propietarios;
títulos legales para la posesión de un pequeño terreno, cultivado como propio
durante años, no se tienen en cuenta o quedan sin defensa ante el «hambre de
tierra» de individuos o de grupos más poderosos. Pero también en los Países
económicamente desarrollados, donde la investigación científica, las conquistas
tecnológicas o la política del Estado han llevado la agricultura a un nivel muy
avanzado, el derecho al trabajo puede ser lesionado, cuando se niega al
campesino la facultad de participar en las opciones decisorias correspondientes
a sus prestaciones laborales, o cuando se le niega el derecho a la libre
asociación en vista de la justa promoción social, cultural y económica del
trabajador agrícola.
Por consiguiente, en muchas situaciones son necesarios cambios radicales
y urgentes para volver a dar a la agricultura —y a los hombres del campo— el
justo valor como base de una sana economía, en el conjunto del
desarrollo de la comunidad social. Por lo tanto es menester proclamar y
promover la dignidad del trabajo, de todo trabajo, y, en particular, del
trabajo agrícola, en el cual el hombre, de manera tan elocuente, «somete» la
tierra recibida en don por parte de Dios y afirma su «dominio» en el mundo
visible.
22. La persona minusválida y el trabajo
Recientemente, las comunidades nacionales y las organizaciones
internacionales han dirigido su atención a otro problema que va unido al mundo
del trabajo y que está lleno de incidencias: el de las personas minusválidas.
Son ellas también sujetos plenamente humanos, con sus correspondientes derechos
innatos, sagrados e inviolables, que, a pesar de las limitaciones y los
sufrimientos grabados en sus cuerpos y en sus facultades, ponen más de relieve
la dignidad y grandeza del hombre. Dado que la persona minusválida es un sujeto
con todos los derechos, debe facilitársele el participar en la vida de la
sociedad en todas las dimensiones y a todos los niveles que sean accesibles a
sus posibilidades. La persona minusválida es uno de nosotros y participa
plenamente de nuestra misma humanidad. Sería radicalmente indigno del hombre y
negación de la común humanidad admitir en la vida de la sociedad, y, por
consiguiente, en el trabajo, únicamente a los miembros plenamente funcionales
porque, obrando así, se caería en una grave forma de
discriminación, la de los fuertes y sanos contra los débiles y
enfermos. El trabajo en sentido objetivo debe estar subordinado, también en
esta circunstancia, a la dignidad del hombre, al sujeto del trabajo y no a las
ventajas económicas.
Corresponde por consiguiente a las diversas instancias implicadas en el
mundo laboral, al empresario directo como al indirecto, promover con medidas
eficaces y apropiadas el derecho de la persona minusválida a la preparación
profesional y al trabajo, de manera que ella pueda integrarse en una actividad
productora para la que sea idónea. Esto plantea muchos problemas de orden
práctico, legal y también económico; pero corresponde a la comunidad, o sea, a
las autoridades públicas, a las asociaciones y a los grupos intermedios, a las
empresas y a los mismos minusválidos aportar conjuntamente ideas y recursos
para llegar a esta finalidad irrenunciable: que se ofrezca un trabajo a
las personas minusválidas, según sus posibilidades, dado que lo exige
su dignidad de hombres y de sujetos del trabajo. Cada comunidad habrá de darse
las estructuras adecuadas con el fin de encontrar o crear puestos de trabajo
para tales personas tanto en las empresas públicas y en las privadas,
ofreciendo un puesto normal de trabajo o uno más apto, como en las empresas y
en los llamados ambientes «protegidos».
Deberá prestarse gran atención, lo mismo que para los demás
trabajadores, a las condiciones físicas y psicológicas de los minusválidos, a
la justa remuneración, a las posibilidades de promoción, y a la eliminación de
los diversos obstáculos. Sin tener que ocultar que se trata de un compromiso
complejo y nada fácil, es de desear que una recta concepción del
trabajo en sentido subjetivo lleve a una situación que dé a la persona
minusválida la posibilidad de sentirse no al margen del mundo del trabajo o en
situación de dependencia de la sociedad, sino como un sujeto de trabajo de
pleno derecho, útil, respetado por su dignidad humana, llamado a contribuir al
progreso y al bien de su familia y de la comunidad según las propias
capacidades.
23. El trabajo y el problema de la emigración
Es menester, finalmente, pronunciarse al menos sumariamente sobre el
tema de la llamada emigración por trabajo. Este es un fenómeno
antiguo, pero que todavía se repite y tiene, también hoy, grandes implicaciones
en la vida contemporánea. El hombre tiene derecho a abandonar su País de origen
por varios motivos —como también a volver a él— y a buscar mejores condiciones
de vida en otro País. Este hecho, ciertamente se encuentra con dificultades de
diversa índole; ante todo, constituye generalmente una pérdida para el País del
que se emigra. Se aleja un hombre y a la vez un miembro de una gran comunidad,
que está unida por la historia, la tradición, la cultura, para iniciar una vida
dentro de otra sociedad, unida por otra cultura, y muy a menudo también por
otra lengua. Viene a faltar en tal situación un sujeto de
trabajo, que con el esfuerzo del propio pensamiento o de las propias
manos podría contribuir al aumento del bien común en el propio País; he aquí
que este esfuerzo, esta ayuda se da a otra sociedad, la cual, en cierto
sentido, tiene a ello un derecho menor que la patria de origen.
Sin embargo, aunque la emigración es bajo cierto aspecto un mal, en
determinadas circunstancias es, como se dice, un mal necesario. Se debe hacer
todo lo posible —y ciertamente se hace mucho— para que este mal, en sentido
material, no comporte mayores males en sentido moral, es más,
para que, dentro de lo posible, comporte incluso un bien en la vida personal,
familiar y social del emigrado, en lo que concierne tanto al País donde llega,
como a la Patria que abandona. En este sector muchísimo depende de una justa
legislación, en particular cuando se trata de los derechos del hombre del
trabajo. Se entiende que tal problema entra en el contexto de las presentes
consideraciones, sobre todo bajo este punto de vista.
Lo más importante es que el hombre, que trabaja fuera de su País natal,
como emigrante o como trabajador temporal, no se encuentre en
desventaja en el ámbito de los derechos concernientes al trabajo
respecto a los demás trabajadores de aquella determinada sociedad. La
emigración por motivos de trabajo no puede convertirse de ninguna manera en
ocasión de explotación financiera o social. En lo referente a la relación del
trabajo con el trabajador inmigrado deben valer los mismos criterios que sirven
para cualquier otro trabajador en aquella sociedad. El valor del trabajo debe
medirse con el mismo metro y no en relación con las diversas nacionalidades,
religión o raza. Con mayor razón no puede ser explotada una situación
de coacción en la que se encuentra el emigrado. Todas estas
circunstancias deben ceder absolutamente, —naturalmente una vez tomada en
consideración su cualificación específica—, frente al valor fundamental del
trabajo, el cual está unido con la dignidad de la persona humana. Una vez más
se debe repetir el principio fundamental: la jerarquía de valores, el sentido
profundo del trabajo mismo exigen que el capital esté en función del trabajo y
no el trabajo en función del capital.
V. ELEMENTOS PARA UNA ESPIRITUALIDAD
DEL TRABAJO
24. Particular cometido de la Iglesia
Conviene dedicar la última parte de las presentes reflexiones sobre el
tema del trabajo humano, con ocasión del 90 aniversario de la EncíclicaRerum Novarum, a la espiritualidad del
trabajo en el sentido cristiano de la expresión. Dado que el trabajo en su
aspecto subjetivo es siempre una acción personal, actus personae, se
sigue necesariamente que en él participa el hombre completo, su cuerpo
y su espíritu,independientemente del hecho de que sea un trabajo manual o
intelectual. Al hombre entero se dirige también la Palabra del Dios vivo, el
mensaje evangélico de la salvación, en el que encontramos muchos contenidos
—como luces particulares— dedicados al trabajo humano. Ahora bien, es necesaria
una adecuada asimilación de estos contenidos; hace falta el esfuerzo interior
del espíritu humano, guiado por la fe, la esperanza y la caridad, con el fin de
dar al trabajo del hombre concreto, con la ayuda de estos contenidos,
aquel significado que el trabajo tiene ante los ojos de Dios, y
mediante el cual entra en la obra de la salvación al igual que sus tramas y
componentes ordinarios, que son al mismo tiempo particularmente importantes.
Si la Iglesia considera como deber suyo pronunciarse sobre el trabajo
bajo el punto de vista de su valor humano y del orden moral, en el cual se
encuadra, reconociendo en esto una tarea específica importante en el servicio
que hace al mensaje evangélico completo, contemporáneamente ella ve un deber
suyo particular en la formación de una espiritualidad
del trabajo, que ayude a todos los hombres a acercarse a través de él
a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes salvíficos respecto al
hombre y al mundo, y a profundizar en sus vidas la amistad con Cristo,
asumiendo mediante la fe una viva participación en su triple misión de
Sacerdote, Profeta y Rey, tal como lo enseña con expresiones admirables el
Concilio Vaticano II.
25. El trabajo como participación en la obra del Creador
Como dice el Concilio Vaticano II: «Una cosa hay cierta para los
creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de
esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores
condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios.
Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en
justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene y
de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios
como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al
hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo».27
En la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente
esta verdad fundamental, que el hombre, creado a imagen de
Dios,mediante su trabajo participa en la obra del Creador, y según
la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa
desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de
los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado. Encontramos esta
verdad ya al comienzo mismo de la Sagrada Escritura, en el libro del Génesis, donde
la misma obra de la creación está presentada bajo la forma de un «trabajo»
realizado por Dios durante los «seis días»,28 para
«descansar» el séptimo.29 Por
otra parte, el último libro de la Sagrada Escritura resuena aún con el mismo
tono de respeto para la obra que Dios ha realizado a través de su «trabajo»
creativo, cuando proclama: «Grandes y estupendas son tus obras, Señor, Dios
todopoderoso»,30 análogamente
al libro del Génesis, que finaliza la descripción de cada día de la creación
con la afirmación: «Y vio Dios ser bueno».31
Esta descripción de la creación, que encontramos ya en el primer
capítulo del libro del Génesis es, a su vez, en cierto
sentido el primer «evangelio del trabajo». Ella demuestra, en efecto,
en qué consiste su dignidad; enseña que el hombre, trabajando, debe imitar a
Dios, su Creador, porque lleva consigo —él solo— el elemento singular de la
semejanza con Él. El hombre tiene que imitar a Dios tanto trabajando como
descansando, dado que Dios mismo ha querido presentarle la propia obra creadora
bajo la forma del trabajo y del reposo. Esta obra de Dios en
el mundo continúa sin cesar, tal como atestiguan las palabras de Cristo: «Mi
Padre sigue obrando todavía ...»;32 obra
con la fuerza creadora, sosteniendo en la existencia al mundo que ha llamado de
la nada al ser, y obra con la fuerza salvífica en los corazones de los hombres,
a quienes ha destinado desde el principio al «descanso»33 en
unión consigo mismo, en «la casa del Padre».34 Por
lo tanto, el trabajo humano no sólo exige el descanso cada «siete días»,35 sino
que además no puede consistir en el mero ejercicio de las fuerzas humanas en
una acción exterior; debe dejar un espacio interior, donde el hombre,
convirtiéndose cada vez más en lo que por voluntad divina tiene que ser, se va
preparando a aquel «descanso» que el Señor reserva a sus siervos y
amigos.36
La conciencia de que el trabajo humano es una participación en la obra
de Dios, debe llegar —como enseña el Concilio— incluso a «losquehaceres más
ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el
sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte
provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su
trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y
contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la
historia».37
Hace falta, por lo tanto, que esta espiritualidad cristiana del trabajo
llegue a ser patrimonio común de todos. Hace falta que, de modo especial en la
época actual, la espiritualidad del trabajo demuestre aquella
madurez, que requieren las tensiones y las inquietudes de la mente y del
corazón: «Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el
hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar
con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del
hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio.
Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad
individual y colectiva ... El mensaje cristiano no aparta a
los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien
ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo».38
La conciencia de que a través del trabajo el hombre participa en la obra
de la creación, constituye el móvil más profundo para
emprenderlo en varios sectores: «Deben, pues, los fieles —leemos en la
Constitución Lumen gentium— conocer la naturaleza
íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios y,
además, deben ayudarse entre sí, también mediante las actividades seculares,
para lograr una vida más santa, de suerte que el mundo se impregne del espíritu
de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz
... Procuren, pues, seriamente, que por su competencia en los asuntos profanos
y por su actividad, elevada desde dentro por la gracia de Cristo, los bienes
creados se desarrollen... según el plan del Creador y la iluminación de su
Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil».39
26. Cristo, el hombre del trabajo
Esta verdad, según la cual a través del trabajo el hombre participa en
la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de
relieve por Jesucristo, aquel Jesús ante el que muchos de sus primeros
oyentes en Nazaret «permanecían estupefactos y decían: «¿De dónde le viene a
éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ... ¿No es acaso
el carpintero?40 En
efecto, Jesús no solamente lo anunciaba, sino que ante todo, cumplía con el
trabajo el «evangelio» confiado a él, la palabra de la Sabiduría eterna. Por
consiguiente, esto era también el «evangelio del trabajo», pues el que
lo proclamaba, él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano
al igual que José de Nazaret.41 Aunque
en sus palabras no encontremos un preciso mandato de trabajar —más bien, una
vez, la prohibición de una excesiva preocupación por el trabajo y la
existencia—42 no
obstante, al mismo tiempo, la elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca:
pertenece al «mundo del trabajo», tiene reconocimiento y respeto por el trabajo
humano; se puede decir incluso más: él mira con amor el trabajo, sus
diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de
la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre. ¿No es Él quien dijo «mi
Padre es el viñador» ...,43 transfiriendo
de varias maneras a su enseñanza aquella verdad fundamental
sobre el trabajo, que se expresa ya en toda la tradición del Antiguo
Testamento, comenzando por el libro del Génesis?
En los libros del Antiguo Testamento no faltan múltiples referencias al
trabajo humano, a las diversas profesiones ejercidas por el hombre. Baste citar
por ejemplo la de médico,44 farmacéutico,45 artesano-artista,46 herrero47 —se
podrían referir estas palabras al trabajo del siderúrgico de nuestros días—, la
de alfarero,48 agricultor,49 estudioso,50 navegante,51 albañil,52 músico,53 pastor,54 y
pescador.55 Son
conocidas las hermosas palabras dedicadas al trabajo de las mujeres.56 Jesucristo en
sus parábolas sobre el Reino de Dios se refiere constantemente al
trabajo humano: al trabajo del pastor,57 del
labrador,58 del
médico,59 del
sembrador,60 del
dueño de casa,61 del
siervo,62 del
administrador,63 del
pescador,64 del
mercader,65 del
obrero.66 Habla
además de los distintos trabajos de las mujeres.67 Presenta
el apostolado a semejanza del trabajo manual de los segadores68 o
de los pescadores.69 Además
se refiere al trabajo de los estudiosos.70
Esta enseñanza de Cristo acerca del trabajo, basada en el ejemplo de su
propia vida durante los años de Nazaret, encuentra un eco particularmente
vivo en las enseñanzas del Apóstol Pablo. Este se gloriaba de
trabajar en su oficio (probablemente fabricaba tiendas),71 y
gracias a esto podía también, como apóstol, ganarse por sí mismo el pan.72 «Con
afán y con fatiga trabajamos día y noche para no ser gravosos a ninguno de
vosotros».73 De
aquí derivan sus instrucciones sobre el tema del trabajo, que tienen carácter
de exhortación y mandato: «A éstos ... recomendamos y exhortamos en el
Señor Jesucristo que, trabajando sosegadamente, coman su pan», así escribe a
los Tesalonicenses.74 En
efecto, constatando que «algunos viven entre vosotros desordenadamente, sin
hacer nada»,75 el
Apóstol también en el mismo contexto no vacilará en decir: «El que no quiere
trabajar no coma»,76 En
otro pasaje por el contrario anima a que: «Todo lo que hagáis,
hacedlo de corazón como obedeciendo al Señor y no a los hombres, teniendo en
cuenta que del Señor recibiréis por recompensa la herencia».77
Las enseñanzas del Apóstol de las Gentes tienen, como se ve, una
importancia capital para la moral y la espiritualidad del trabajo humano. Son
un importante complemento a este grande, aunque discreto, evangelio del
trabajo, que encontramos en la vida de Cristo y en sus parábolas, en lo que
Jesús «hizo y enseñó».78
En base a estas luces emanantes de la Fuente misma, la Iglesia siempre
ha proclamado esto, cuya expresión contemporánea encontramos
en la enseñanza del Vaticano II: «La actividad humana, así como procede del
hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no sólo
transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende
mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación,
rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan
acumularse... Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que, de
acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien
del género humano y permita al hombre, como individuo y miembro de la sociedad,
cultivar y realizar íntegramente su plena vocación».79
En el contexto de tal visión de los valores del trabajo
humano, o sea de una concreta espiritualidad del trabajo, se explica
plenamente lo que en el mismo número de la Constitución pastoral del Concilio
leemos sobre el tema del justo significado del progreso: «El
hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a
cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano
planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos.
Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la
promoción humana, pero por sí solo no pueden llevarla a cabo».80
Esta doctrina sobre el problema del progreso y del desarrollo —tema
dominante en la mentalidad moderna— puede ser entendida únicamente como fruto
de una comprobada espiritualidad del trabajo humano, y sólo en base a
tal espiritualidad ella puede realizarse y ser puesta en práctica.
Esta es la doctrina, y a la vez el programa, que ahonda sus raíces en el
«evangelio del trabajo».
27. El trabajo humano a la luz de la cruz y resurrección de Cristo
Existe todavía otro aspecto del trabajo humano, una dimensión suya
esencial, en la que la espiritualidad fundada sobre el Evangelio penetra
profundamente. Todo trabajo —tanto manual como intelectual— está
unido inevitablemente a la fatiga. El libro del Génesis lo
expresa de manera verdaderamente penetrante, contraponiendo a aquella
originaria bendición del trabajo, contenida en el misterio
mismo de la creación, y unida a la elevación del hombre como imagen de Dios,
la maldición, que el pecado ha llevado
consigo: «Por ti será maldita la tierra. Con trabajo comerás de ella todo el
tiempo de tu vida»,81 Este
dolor unido al trabajo señala el camino de la vida humana sobre la tierra y
constituye el anuncio de la muerte: «Con el sudor de tu rostro
comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra; pues de ella has sido tomado»,82 Casi
como un eco de estas palabras, se expresa el autor de uno de los libros
sapienciales: «Entonces miré todo cuanto habían hecho mis manos y todos los
afanes que al hacerlo tuve».83 No
existe un hombre en la tierra que no pueda hacer suyas estas palabras.
El Evangelio pronuncia, en cierto modo, su última palabra, también al
respecto, en el misterio pascual de Jesucristo. Y aquí también es necesario
buscar la respuesta a estos problemas tan importantes para la espiritualidad
del trabajo humano. En el misterio pascual está contenida
la cruz de Cristo, su obediencia hasta la muerte, que el
Apóstol contrapone a aquella desobediencia, que ha pesado desde el comienzo a
lo largo de la historia del hombre en la tierra.84 Está
contenida en él también la elevación de Cristo, el cual
mediante la muerte de cruz vuelve a sus discípulos con la fuerza del Espíritu
Santo en la resurrección.
El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la
condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha
sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la
obra que Cristo ha venido a realizar.85 Esta
obra de salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte de
cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por
nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención
de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la
cruz de cada día86 en
la actividad que ha sido llamado a realizar.
Cristo «sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña
con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros
de los que buscan la paz y la justicia»; pero, al mismo tiempo, «constituido
Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda
potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el
corazón del hombre... purificando y robusteciendo también, con ese deseo,
aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer
más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin».87
En el trabajo humano el cristiano descubre una pequeña parte de la cruz
de Cristo y la acepta con el mismo espíritu de redención, con el cual Cristo ha
aceptado su cruz por nosotros. En el trabajo, merced a la luz que penetra
dentro de nosotros por la resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue
resplandor de la vida nueva, del nuevo bien, casi
como un anuncio de los «nuevos cielos y otra tierra nueva»,88 los
cuales precisamente mediante la fatiga del trabajo son participados por el
hombre y por el mundo. A través del cansancio y jamás sin él. Esto confirma,
por una parte, lo indispensable de la cruz en la espiritualidad del trabajo
humano; pero, por otra parte, se descubre en esta cruz y fatiga, un bien nuevo
que comienza con el mismo trabajo: con el trabajo entendido en profundidad y
bajo todos sus aspectos, y jamás sin él.
¿No es ya este nuevo bien —fruto del trabajo humano— una
pequeña parte de aquella «tierra nueva», en la que mora la justicia?89 ¿En
qué relación está ese nuevo bien con la resurrección de Cristo, si
es verdad que la múltiple fatiga del trabajo del hombre es una pequeña parte de
la cruz de Cristo? También a esta pregunta intenta responder el Concilio,
tomando la luz de las mismas fuentes de la Palabra revelada: «Se nos advierte
que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo
(cfr. Lc 9, 25). No obstante la espera de una tierra nueva no
debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta
tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de
alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que
distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo,
sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad
humana, interesa en gran medida al reino de Dios».90
Hemos intentado, en estas reflexiones dedicadas al trabajo humano,
resaltar todo lo que parecía indispensable, dado que a través de él deben
multiplicarse sobre la tierra no sólo «los frutos de nuestro esfuerzo», sino
además «la dignidad humana, la unión fraterna, y la libertad».91 El
cristiano que está en actitud de escucha de la palabra del Dios vivo, uniendo
el trabajo a la oración, sepa qué puesto ocupa su trabajo no sólo en el progreso
terreno, sino también en el desarrollo del Reino de
Dios, al que todos somos llamados con la fuerza del Espíritu Santo y con
la palabra del Evangelio.
Al finalizar estas reflexiones, me es grato impartir de corazón a
vosotros, venerados Hermanos, Hijos a Hijas amadísimos, la propiciadora
Bendición Apostólica.
Este documento, que había preparado para que fuese publicado el día 15
de mayo pasado, con ocasión del 90 aniversario de la Encíclica Rerum Novarum, he podido revisarlo
definitivamente sólo después de mi permanencia en el hospital.
Dado en Castelgandolfo, el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de
la Santa Cruz, del año 1981, tercero de mi Pontificado.
IOANNES PAULUS PP II"
En toda empresa, faena o actividad humana se aplican técnicas, se avanza en la
mecanización, se imponen métodos de comunicación, pero se olvida con frecuencia
uno de los principales deberes hacia las personas que nos rodean o que
dirigimos: humanizar y adecuar la comunicación para que llegue y produzca
reacciones positivas y humanas, no buscando las palabras bonitas, sino la forma
clara, sincera y espontánea que se traduzca en entendimiento y voluntad. Muchas
de las relaciones están viciadas por la falta de interés humano. Es preciso
armonizar con una buena información, evitando la tendencia a dar órdenes.
Escuchar es el mejor síntoma de calor humano , es la forma
de obtener sugerencias muy útiles, es conocer si las disposiciones han sido
captadas o no, si han sido bien o mal acogidas, es tener el verdadero
conocimiento de las personas y personalidades, es el bien común de las
empresas.
En la mística están incluidas muchas disciplinas que podemos
catalogar como prioritarias y que se hacen indispensables en el diario
transcurrir para que la labor ejecutada produzca satisfacciones y se viva cada
día el mejor desempeño de una función.
La mística es sin duda el éxito de las empresas. Por ello
hay que decir que cualquiera sea nuestra empresa, faena o actividad que realicemos sin mística será empresa sin éxito.
El trabajo, para ser bien realizado, requiere de mística.
Sorprendentemente, la globalización también la está exigiendo, dada su dinámica
de constante cambio, abierta a todo tipo de innovaciones y por lo tanto
impredecible. La mística laboral no es otra cosa que trabajar en plenitud. Eso
implica actuar en primera persona, para que conjuntamente con
obtener un desarrollo profesional y material se active también su inteligencia
práctica, coexistiendo funcionalmente intercomunicado además con los restantes
miembros de la organización, como también con las dinámicas macroeconómicas y
sociopolíticas externas a la empresa. Actuar simultáneamente en ese triple
escenario es indispensable para activar el entendimiento y poder abordar
acertadamente cualquier nueva circunstancia. Trabajar bien es un asunto que
rebasa por lejos el tema remuneracional o el de la calidad organizacional.
Corresponde al ámbito espiritual del hombre, cae bajo la esfera de la
intencionalidad y de las acciones prácticas pronta y eficientemente ejecutadas.
La intencionalidad es absolutamente clave en toda operatoria humana; dota de
contenido y valor personal a las acciones, genera el protagonismo, la
anticipación, la responsabilidad, y es moderadora per se de la inteligencia
aplicada a la acción. Debe comprometer a la persona multidimensionalmente,
dando al trabajador, cualquiera sea su nivel de desempeño, un rol protagónico,
que lo perfeccione moral, profesional, social y económicamente.
Hay que abolir la actual sociedad salarial, pues ya cumplió
su ciclo, y nada más puede aportar al trabajador ni al país. Necesitamos pensar
y poner en marcha un nuevo sistema, centrado en la in-tencionalidad, en el
constante entendimiento, en el desarrollo integral del hombre de trabajo, en la
asociatividad cooperativa de todos los actores de la empresa, como lo propone
el Premio Nobel 1995, J.F.Nash, en su "teoría de los juegos
cooperativos". Pero su teoría supone que en el ámbito del juego exista un
"cooperador" dispuesto a establecer un paradigma de equilibrio, en la
acción y en la infor-mación compartida análogamente por todos. Aquí es donde
falla nuestro sistema laboral: ni el empre-sario ni los trabajadores pueden
asumir el rol de cooperador, pues nuestra legislación positivista es
esencialmente antagónica; establece dos bandos que se coercionan y restan unos
a otros. En otras pa-labras, coexisten bajo un síndrome "suma cero".
Lo que beneficia a uno perjudica al otro y viceversa. Lo que se requiere para
generar una mística laboral es simplemente instalar las condiciones reales de
esa mística: dar valor al trabajo humano, hacer que su producto perfeccione la
calidad moral, profesional y material de la persona, fusionar seguridad con
libertad, hacer que el accionar empresario-trabajadores pase de suma cero a
suma positiva, es decir, que cuando la empresa crezca, todos crezcan, y ese
crecimiento además de ser proporcional en lo económico se desarrolle en todas y
cada una de las dimensiones que significa el trabajar abierto a la libertad.
Dice la Encíclica Laborem Exercens: "La finalidad del
trabajo, de cualquier trabajo, es siempre el hombre mismo". "Este
gigantesco y poderoso instrumento - el conjunto de los medios de producción,
que son considerados, en un cierto sentido, como sinónimo de 'capital' - ha
nacido del trabajo, y lleva consigo las señales del trabajo humano". Por
eso, "de ningún modo se puede contraponer el trabajo al capital ni el
capital al trabajo, ni menos aún los hombres concretos que están detrás de
estos conceptos, los unos a los otros". Y agrega: "Justo,
intrínsecamente verdadero y moralmente legítimo, es aquel sistema de trabajo
que en su raíz supera la antinomia entre trabajo y capital, tratando de
estructurarse según el principio de la sustancial y efectiva prioridad del
trabajo, de la subjetividad del trabajo humano y de su participación eficiente
en todo el proceso de producción; y esto independientemente de la naturaleza de
las prestaciones realizadas por el trabajador".
La reformulación laboral debe así analogar hombre, trabajo y
capital bajo un mismo género, aceptando que capital es trabajo acumulado, trabajo
es capital en potencia, y que el hombre, por ser el generador de ambos, es el
verdadero objeto y sujeto del mercado y de la economía. Para eso se requie-re:
1) Abrir en las empresas los espacios necesarios para que el entendimiento y la
voluntad de trabajo puedan activarse por sí solos y permanentemente, y no a
base de incentivos extrínsecos y afunciona-les. 2) Sustituir los salarios fijos
y los incentivos colectivos por un sistema de ingresos variables,
indi-vidualmente diferenciados y multidimensionales, en función de los
rendimientos individuales, de los resultados objetivos de la empresa y de los
resultados exógenos de la economía, por ejemplo, indexan-do parte de los
ingresos a la tasa de empleo. 3) Para igualar en una sola la categoría operativa
y cog-noscitiva empresario-trabajador, dicha reforma debe considerar además la
participación proporcional de los trabajadores en la mayor capitalización que
logre la empresa a partir de la aplicación de un sistema como el propuesto. Con
ese acceso proporcional a la propiedad culminaría la unificación de géneros -
capital, trabajo y hombre (pero todos los hombres)- , y gran parte de los
problemas económicos y sociopolíticos que en Chile no hemos sabido resolver
encontrarían una luz para salir de su entrampamiento.
or
un lado educadores que salen primero que los estudiantes al sonar el timbre de
cambio de clase o finalización de actividades, y por otro quienes pacientemente
esperan en la puerta para saludar a los jóvenes con una sonrisa de oreja a
oreja para despedirlos con una mirada de satisfacción por la labor realizada.
Recuerdo que algunos compañeros bromeaban con que se iban a ganar “la medalla
de cuero” los que eran puntuales y que atendieran mejor a los niños y las
niñas, porque en todo caso “los padres ni agradecen”, olvidando que educadores,
sacerdotes, médicos debemos servir sin esperar recompensa, dado el espíritu de
servicio que la sociedad requiere si es que queremos a nuestro país.
Lamentablemente, a quienes hemos sido educadores nos consta que algunos
compañeros que trabajan en colegios particulares y con plazas oficiales actúan
como que tienen doble personalidad, pues en su trabajo del colegio nunca faltan
y si preguntamos al director por su desempeño, resultan ser de los mejores, en
tanto en su escuelita oficial actúan diferente, y su currículo deja mucho que
desear. Algunos pacientes opinan igual de los médicos cuando atienden en el
Seguro Social que cuando lo hacen en su clínica particular. Algo así como
cuando el político lo abraza en la búsqueda de votos y ya electo se olvida de
las promesas de campaña. Lo más lamentable ocurre cuando el director de una
oficina pública o privada no puede ejercer presión para el cumplimiento de las
normas, porque según la cultura popular tiene “la cola pateada”, lo que le
inhibe tomar actitudes drásticas, por lo que cualquiera pudiera decir que no
tienen un buen ejemplo a seguir. Algunos justifican su actitud argumentando que
los salarios son bajos, aunque está demostrado que una persona puede ganar bien
en un trabajo que desempeñe, pero no necesariamente va a tener mística en su
desempeño. Tendrá amor al dinero o a la paga mensual que reciba, pero nada más.
Más bien alguien con mística no tiene como norte la retribución económica, sino
la entrega y dedicación a lo que hace. Por eso todas las reformas que se basan
solo en mejorar el sueldo de los trabajadores en ocasiones fracasan
irremediablemente. Lo hemos visto en una gran cantidad de oficinas públicas y
privadas, donde el aumento de las remuneraciones no significó una mejora en la
calidad del servicio, sino todo lo contrario. En una ocasión, como subdirector
de una escuela pública, quise aplicar la ley de descuentos con un compañero que
prácticamente desapareció de las aulas de la escuela, pero aunque no lo creamos,
en la oficina encargada de aplicarlo me dijeron que reflexionara sobre el daño
económico que causaría al implicado en la falta grave, por lo que mejor empecé
a preparar mis papeles de jubilación y no sé en qué paró la demanda que hice en
defensa de los niños de la comunidad afectada. Afortunadamente, para quienes
mantienen una mística de trabajo que a algunos no les gusta, hay un viejo
refrán: “Una máquina puede hacer el trabajo de 50 hombres corrientes, pero no
existe ninguna máquina que pueda hacer el trabajo de un hombre extraordinario
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