Cuando era un niño, conocí a un viejo mercader que viajaba de pueblo en pueblo, llevando sus mercancías a lomos de un asno. Este mercader se valía de un ingenioso ardid para alimentar a su burro. Tan pronto como llegaba a un pueblo, lo descargaba y lo cubría enseguida con una piel de tigre; luego lo soltaba en un campo de abundante maíz. El asno comía hasta hartarse y los dueños de los campos no se atrevían a echarle, ya que creían que se trataba de un robusto tigre verdadero.
Un día el mercader llegó a un pueblo, y como había hecho en los otros, soltó al asno en un campo de verdes maizales. El dueño, al ver lo que él suponía un tigre huyó, aterrorizado, al pueblo, y contó a sus convecinos lo que estaba ocurriendo. Sin vacilar un momento, todos se armaron hasta los dientes y corrieron al encuentro del falso tigre.
Este, al ver acercarse a tanta gente lanzó un sonoro rebuzno que descubrió a los campesinos su disfraz, y que tuvo además por consecuencia irritarlos mucho más. En un momento cayeron todos sobre él y lo molieron a palos de tal manera, que cuando al fin el mercader logró rescatarlo, estaba moribundo.
El hombre se tiró de los pelos al ver que por su avaricia había perdido a un compañero fiel y útil, y mientras el pollino moría, el viejo iba diciendo:
– No es la piel lo que hace temible al tigre.
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