"Sólo sé que no sé nada" Sócrates. Aprende a interrogar razonablemente, a escuchar con atención, a responder serenamente y a callar cuando no tengas nada que decir. Cuando esto aprendas estarás andando por la senda de la sabiduría.

jueves, 22 de septiembre de 2016

REFLEXIONES: El cofre de vidrio


EL COFRE DE VIDRIO


Érase una vez un ancianita que había perdido a su esposo y vivía sola. Había trabajado duramente como costurera toda su vida, pero los infortunios la habían dejado en bancarrota, y ahora era tan vieja que ya no podía trabajar.



Las manos le temblaban tanto, que no podía enhebrar una aguja, y la visión se le había nublado demasiado para hacer una costura recta.



Tenía tres hijos, pero los tres habían crecido y se habían casado, y estaban tan ocupados con su propia vida que sólo tenían tiempo para cenar con su madre una vez por semana.



La anciana estaba cada vez más débil, y los hijos la visitaban cada vez menos:



-Ya no quieren estar conmigo; se decía... 
- Tienen miedo de que yo me convierta en una carga para ellos.



Se pasó una noche en vela pensando qué sería de élla y al fin trazó un plan.



A la mañana siguiente, fue a ver a su amigo el carpintero y le pidió que le fabricara un cofre grande. Luego fue a ver a su amigo el cerrajero y le pidió que le diera un cerrojo viejo. Por último, fue a ver a su amigo el vidriero y le pidió todos los fragmentos de vidrio roto que tuviera.



La anciana llevó el cofre a su casa, lo llenó hasta el tope de vidrios rotos, le echó llave y lo puso bajo la mesa de la cocina.



Cuando sus hijos fueron a cenar, lo tocaron con los pies, y mirando bajo la mesa preguntaron:



- ¿Qué hay en ese cofre?



La ancianita respondió:



- ¡No, nada! Sólo algunas cosas que he ahorrado.



Sus hijos lo empujaron y vieron que era muy pesado. Lo patearon y oyeron un tintineo. Debe estar lleno con el dinero que ahorró a lo largo de los años susurraron. Deliberaron y decidieron turnarse para vivir con "la vieja"— como le decían—, y así custodiar el "tesoro".



La primera semana el hijo menor se mudó a la casa de la madre, la cuidó y le cocinaba con el mayor esmero. 
A la semana siguiente, lo reemplazó el segundo hijo, y la semana siguiente acudió el hijo mayor. Así siguieron por un tiempo.



Al fin la anciana nadre enfermó y falleció. Los hijos le hicieron un ostentoso funeral, pues creían que una fortuna les aguardaba bajo la mesa de la cocina, y podían costearse un gasto grande con "la vieja".



Cuando terminó la ceremonia, buscaron en toda la casa hasta encontrar la llave, y abrieron el cofre. Por supuesto, lo encontraron lleno de vidrios rotos.



- ¡Qué burla tan infame! exclamó el hijo mayor ¡Qué crueldad para con sus hijos! 
- ¿Pero, qué podía hacer? - preguntó tristemente el segundo hijo 
- Seamos sinceros. De no haber sido por el cofre, la habríamos abandonado hasta el final de sus días. Estoy avergonzado de mí mismo -sollozó el hijo menor -. Obligamos a nuestra madre a rebajarse al engaño, porque no observamos el mandamiento que ella con papá nos enseñó cuando éramos pequeños.



El hijo mayor muy enojado, volcó el cofre para asegurarse de que no hubiera ningún objeto valioso oculto entre los vidrios, y los desparramó en el suelo hasta vaciar el cofre.



Los tres hermanos miraron silenciosamente dentro y leyeron una inscripción que la madre les había dejado en el fondo: "Honrarás a tu padre y a tu madre"

martes, 20 de septiembre de 2016


LA BELLEZA DE LA VIDA

En tiempos remotos vivió una noble y prudente mujer, que gobernaba con justicia su rico y verde país. Al morir su esposo, su hijo se convirtió en el único amor de su vida. Lo amaba mucho más de lo que pueda decirse con palabras, y veía amorosamente cómo crecía el tierno e ingenuo joven y se convertía en un hombre robusto. Y no era ella la única que pensaba que era más hermoso que los demás.

Mientras los días iban convirtiéndose en años, la madre comenzó a notar una nube en la hermosa frente del joven que, sin razón aparente, se volvió taciturno y melancólico. Ni las impetuosas galopadas por las verdes colinas, ni las canciones melancólicas, ni las apasionadas miradas de las jóvenes de ojos negros al bailar, podían alejar sus negros humores ni borrar su tristeza.

Meditabundo y abatido, arrastraba su pesar hasta un alejado rincón de los jardines de la mansión y se entregaba a sus ensoñaciones melancólicas. Hasta que la buena madre ya no pudo soportar más la tristeza de su hijo.

-Hijo mío, ¿dime qué pensamientos dolorosos mortifican tu cabeza, qué penas impiden que en tus labios se dibuje una sonrisa?

-Madre, me gustaría contestarle con otra pregunta: ¿dónde está mi padre?

-¿Tu padre? -preguntó sorprendida la madre-. Pero… hace mucho tiempo que ha muerto.

-¿Muerto? ¿Qué significa eso? -preguntó el joven con ansiedad.

-Hijo mío, todos nosotros procedemos de la tierra y a ella debemos volver un día. Llegará el momento en que la buena Madre Tierra nos recibirá de nuevo en su seno. Eso, hijo mío, es lo que significa morir.

-No entiendo. Así que Dios que nos ha dado la vida, ¿lo hizo para volvérnosla a quitar? No, eso no es posible. Tiene que haber en la tierra un lugar donde exista la vida eterna y personas que no conozcan la muerte. Iré en busca de ese lugar a encontrar la inmortalidad. Madre querida, te ruego me perdones por dejarte, pero si me quedara, estoy seguro que moriría de pesar.

En vano le suplicó la pobre madre que permaneciera a su lado; en vano derramó amargas lágrimas; en vano se consumía en su dolor. Su hijo no cedió a sus súplicas. Un buen día la abrazó y se puso en camino en busca de la vida eterna.

Durante mucho, muchísimo tiempo el joven caminó por el mundo y visitó muchos países, y por ninguna parte encontró la tierra de la inmortalidad. Un día llegó a una llanura y sin árboles. Al mirar a lo lejos vio contra el claro cielo azul la figura de un venado inmóvil con la cornamenta erguida.

Al acercarse, el venado le preguntó:

-Joven, ¿qué buscas en esta tierra estéril?

-Busco el país de la inmortalidad.

-¿La inmortalidad? No existe semejante cosa. Pero, mira, ¿ves el cielo inmenso y azul sobre nosotros? Mi destino es permanecer inmóvil en esta llanura, hasta que mis cuernos lleguen al cielo. ¿Quieres quedarte conmigo todo este largo tiempo? Te prometo que durante todos esos años serás inmortal. Únicamente cuando mi misión haya sido cumplida, morirás.

-¡No, vale! -contestó el muchacho-. Ni siquiera cientos de siglos son la inmortalidad. Y yo quiero ser inmortal. Adiós, amigo.

Continuó su camino y poco después llegó a unas desnudas rocas, cuyas cimas se alzaban tanto que atravesaban las nubes. Y en la cima más alta, sobre un profundísimo barranco, estaba una gallina negra. El muchacho se empeñó día y noche para subir la escarpada montaña hasta que llegó a donde se hallaba la gallina.

-¿Por qué has venido? -le preguntó la gallina-. ¿Qué buscas en esta montaña olvidada de la mano de Dios?

-La inmortalidad -contestó el joven.

-¿La inmortalidad? No existe tal cosa. Pero, escucha: mira ese profundísimo barranco que se abre ante ti. Mi desventurado destino es permanecer aquí hasta que con mi pico quite todos los granos de arena y todos los granos de tierra de esta montaña y llene con ellos totalmente el barranco. Te invito a quedarte conmigo todo el tiempo que dure mi tarea. Te prometo que serás inmortal todo este tiempo.

-¡No, chica! -dijo el muchacho-. ¿Qué me importan a mí todos esos siglos? Yo busco la inmortalidad y algún día la encontraré. iAdiós! y de nuevo encaminó sus pasos hacia lo desconocido.

Después de andar miles y miles de kilómetros llegó hasta el fin del mundo.

Al llegar a una populosa ciudad vio un hermoso arco iris y buscó una de sus puntas; atravesó ríos, valles y montañas bajo el espléndido arco iris hasta contemplar un inmenso y maravilloso océano que se extendía ante él. Olas azules y transparentes rompían con fragor, espumas blancas salpicaban la arena de la playa y chocaban suavemente contra sus pies. Y lejos, muy lejos en la ilimitada distancia, más allá del fin del arco iris, a través de una niebla dorada y rosácea, brillaba una luz divina y maravillosa. Parecía estar llamándolo, acariciaba su alma, hacía latir con fuerza su corazón y lo atraía hacia ella.

En un instante el extasiado joven fue transportado hasta la otra orilla. Se vio en un reluciente y deslumbrante palacio y ante él, radiante en medio del brillo de infinitas piedras preciosas, vio a la más hermosa doncella que nunca hubiera visto.

No sabía quién podía ser, pero incluso las estrellas y los rayos del sol palidecían ante su deslumbrante belleza. Su voz llegó hasta él como el suave susurro del terciopelo sobre un lecho de seda.

-Bienvenido, muchacho, a mi reino eterno. Nací el primer día de la creación y he de permanecer aquí hasta el fin de los tiempos. Mientras permanezcas a mi lado, renunciando a la vida eterna, la muerte no te podrá alcanzar. Lograrás la inmortalidad. Porque yo soy la Belleza de la Vida.

El joven se quedó muy a gusto. Pasaron mil años y él, sin cansarse nunca de la belleza de ella, no apartaba los ojos de su maravilloso rostro.

Y pasaron más siglos. Pero, poco a poco, a lo largo de los tiempos, comenzó a dolerle el corazón, y un día le dijo a la hermosa diosa:

-Divina beldad, ¿cuántos años han pasado desde que vi por última vez a mi amada madre, las colinas y verdes valles de mi patria?

-¡Ah!, ya me doy cuenta -dijo la Belleza- de que la Madre Tierra no renuncia fácilmente a lo que le pertenece. Ve, pues; doblégate a la ley universal, cumple tu humano destino. Pero llévate este regalo en memoria mía: dos flores, una roja como la sangre y otra blanca como la leche. Si deseas vivir tu vida en la tierra otra vez para disfrutar los muchos años que has perdido contemplando mi belleza, no tienes más que oler la flor roja. Si llegas a entender la belleza de la muerte, lleva la flor blanca a tu nariz y aspira profundamente su olor.

Y tras despedirse de la divina Belleza de la Vida, el joven retornó al camino por el que había llegado. En su viaje de regreso vio la montaña sobre cuya cumbre todavía estaba el venado. Lo llamó, pero no obtuvo respuesta. Subió a la cima para verlo de cerca y al tocarlo su cuerpo se deshizo en polvo. Miró hacia abajo y no vio ni rastro del profundo barranco: estaba lleno de arena y de la tierra de la montaña. Aquella vieja gallina negra había cumplido su misión en la tierra y, por ende, había ganado la paz eterna.

Siguió andando y llegó hasta la tranquila llanura donde estaba el venado. Todo lo que quedaba era un blanco esqueleto y una calavera quemada por el sol de la que salían dos cuernos que, a través de las nubes, llegaban hasta la bóveda celeste. Igual que la gallina, también el venado había cumplido su misión en la tierra y ganado el merecido descanso eterno.

Por fin, llegó a su tierra natal. Pero, ¿qué es lo que veía? No reconocía ni a una sola persona, ni una sola casa. Donde una vez hubo tierras baldías, se alzaban ahora pueblos y ciudades bulliciosas. Personas desconocidas vestidas de modo extraño hablaban una lengua incomprensible y poblaban aquel país; y él no era capaz de entender nada de lo que decían. Allí estaban las montañas conocidas donde había visto la luz por primera vez, donde había crecido, donde había abandonado a su amada madre.

Pero, ¿dónde estaba ella? ¿Dónde la casa en que vivía con su madre? Ahora todo estaba abandonado, en ruinas, todo silencioso como una tumba y únicamente bloques
de piedra cubiertos de musgo eran testigos de la otrora mansión.

Lentamente se acercó todavía un poco más y vio con el corazón anhelante la antigua atalaya todavía erguida en la colina donde había cantarinas fuentes, donde resonaban dulces melodías y donde los pies de las muchachas en otro tiempo corrían por el engramado.

Corrió hacia la atalaya y se encontró con un anciano curvado por el peso de los años. El anciano estaba sentado sobre la lápida de una tumba, murmurando una plegaria con labios temblorosos.

-Dime, padre santo -dijo el joven atropelladamente, interrumpiendo el rezo de aquel hombre-. ¿No es este el lugar donde en otro tiempo vivía mamá, la gloriosa y gran gobernante de su pueblo con tanta justicia? Yo soy su hijo y único heredero. Si mi madre ya no vive, entonces yo soy ahora el gobernante.

El anciano le dijo, apenas puedo entender tus palabras, joven; no hablas nuestro idioma. Hablas igual que las antiguas crónicas. Hace tiempo que las estudié y por eso entiendo algo de lo que dices. Sí, existe una leyenda, no sé si es cierta, que cuenta que vivió una gran dama hace miles de años. Si no recuerdo mal, tenía un hijo -o, al menos, eso es lo que dice la leyenda- que se fue de su lado y desapareció sin dejar huellas. La madre murió con el corazón destrozado por la ausencia de su hijo y, al cabo de muy poco tiempo, sus propiedades se extinguieron con ella.

El muchacho guardó silencio mucho rato, mientras resbalaban por sus mejillas abundantes lágrimas de dolor. Por fin, alzó su lloroso rostro a los cielos y exclamó:

-¡Dios eterno secreto del tiempo! ¿Qué soy yo ahora? ¿Nada más que una leyenda olvidada?

Inmediatamente, sacó la flor roja, la acercó a su nariz y aspiró su fragante olor. Al instante envejeció; se convirtió en un anciano, débil y encorvado; sus vivos ojos se apagaron, su bronceada piel se secó y arrugó sobre sus viejos huesos. Ya no le quedaban fuerzas ni para llevar la mano hasta el bolsillo donde guardaba la flor blanca. Con un sordo murmullo llamó al viejo sacerdote:

-Pronto, padre, tome la flor blanca de mi bolsillo y acérquela a mi nariz, para que pueda aspirar su fragancia y conocer por fin las misteriosas delicias de la muerte.

Murió. Lo enterraron y volvió a la tierra de donde había venido, y nadie molestó su sueño. Pero sobre su tumba crecen todos los años dos flores: una roja y otra blanca.

Tomado de:
http://albalearning.com/audiolibros/cuentos/belleza.html
Adaptación: Prof Gonzalo V Solano L